La
argumentación es al argumentador lo que el argumentario al argumentero. Todo es
cuestión de una vocal. El argumentador argumenta. El argumentero argumentea.
Según las gramáticas, este sufijo que deriva un sustantivo en verbo introduce
un matiz iterativo. Puede definirse como la acción de aducir
argumentos una y otra vez, rápidamente, a intervalos, sincopadamente. Si nos
pusiésemos (pseudo)científicos, diríase que la técnica de márquetin de proveer al
vendedor de un nutrido fichero de consignas, instrucciones o eslóganes, para
colar al incauto comprador la mercancía averiada, procede de una base
psicológica conductista. Entre retórica y combinatoria, se confía en desplegar
-y recluir- el mapa preciso de todos los efectos perlocutivos que un mensaje
pudiera provocar. El antecesor en esta cadena evolutiva remontaría al cruce del
chamán y el charlatán. Su descendiente más aventajado y lamentable es el político de oficio. Entre medias y aspavientos, desde el ruidoso y neutro
bazar digital, toda suerte de comerciales, disfrazados de
bandidos, piratas y payasos, puerta a puerta, mediante dispositivos móviles o
por las esquinas, pugnan por seducir, forzar y consumar a sus accidentales víctimas,
adulándolas, insultándolas o ninguneándolas por una mísera comisión.
El tiempo -y el voto- es oro y el argumento, su calderilla.
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