31/7/18

Las encuestas nos sonríen.


En la cima expresiva de la fe cristiana, que se mueve, barroca, entre los claroscuros tenebristas, santo Tomás adelantó, incierta, la mano hacia el costado que le señalaba una mano traspasada. Tecnológica y disciplicente, pagada de sí misma, nuestra sociedad da por amortizado, injustificable, el testimonio de la amistad y de la confianza. Suspendida sobre la insegura demostración de la inercia democrática, no cuenta ni siquiera votos sino sumandos abstractos, clasificados tétricamente por nichos en el campolaico de sus inversiones especulativas. Los asesores de comunicación deben entregarse, poseídos, a las cifras de la estadística como los arúspices se lanzaban sobre las vísceras de un ave. Hurgan en ellas según el tamaño de la muestra encargada, el color de los gráficos que diseñan o la forma de los mensajes recalentados en sus gabinetes. Aguzan el ingenio especialmente sobre el latido bilioso de la marabunta que ruge tartamuda, expectorante, las consignas que amartillan mejor sus estados de furioso (des)ánimo. Siguiendo las líneas de dispersión que las plantillas y las fórmulas de sus programas informáticos trazan virtuales, auguran las ambiciones y deslealtades de sus despiadados amos, iletrados. Sonrientes y sudorosos, hechiceros decapitables, cotizan su esperanza en números volátiles. Noli esse credulus sed infidelis.

23/7/18

El silencio de los cementerios.


Ante el tópico romántico, Bécquer dudaba de que, sin espíritu, fuese todo podredumbre y cieno, aunque le repugnaba, por fuerza, dejar tan tristes, tan solos los muertos. Con alivio, con placer, el filisteo se deshace del pegajoso silencio que se le adhiere ante su visión cenicienta. Reduce el polvo al polvo, crema el alma y tapia el cielo. En su vacío los sollozos son interjecciones medicadas. Bajo la catarata emocional que proclama como la más depurada forma de avance (trans)humano se oculta una paradójica y profunda aversión al cuerpo. A fin de cuentas, el progre es una caricatura pagana de sus más esquemáticas caricaturas judeocristianas. Niega con furia alelada que la naturaleza pueda ser redimida. Sólo cabe modificarla, manipularla, corromperla. Su ciencia toda está al servicio de la revelación apocalíptica -y demoníaca- de su error esencial que debe ser, por la fuerza de la voluntad, corregido. En camino de legalizar todas las perversiones, es imprescindible empezar a edificar una sociedad que ilegalice todo residuo natural. No sólo conviene, sino que es una exigencia ética criminalizar el ciclo de la vida. Los no nacidos y los agonizantes son potencialmente, en acto, los delincuentes que, por generoso interés económico, toca despenar.

15/7/18

Poner el contador a cero.


El adanismo tecnológico de nuestros comportamientos sociales y culturales, que reproducen hasta la parodia los gestos más nimios de la naturaleza caída que ya habían sido consignados en cada versículo de la creación del Génesis, siente una adicción morbosa por pulsar cualquier botón de un dispositivo o una aplicación, cuanto más lisos y relucientes, cuanto más parpadeantes, mejor. Ante la pantalla en blanco, bloqueado, siente uno la tentación de reiniciarse. Ante miles de copias de seguridad, protegidas por franqueadas capas antivíricas, uno teme con enfurecida voluptuosidad que el reinicio despliegue una inmensa planicie de signos incomprensibles. Histéricos, debemos pensar con los dedos, terminales nerviosas de un sistema que ha usurpado la función -y pronto el lugar- de nuestro cerebro. Nos llena de orgullo adorar una sabiduría digital que se limita a acumular en almacenes desérticos megagigas de datos que alimentan, sacian y fecundan el vítreo diseño de millones de métodos diferentes de organizarlos. Si pierdes la memoria, qué pureza. Ahogados, sumergidos, en abismos de cifras imparables, que contienen los secretos vacíos de nuestra dignidad manchada, poner el contador a cero es el único sucedáneo que, implacable, concede la suicida absolución de todos y cada uno de nuestros olvidos.

7/7/18

Minuto cero.


Esta expresión insípida y monstruosa, engendrada de alquiler en alguna mazmorra de la inteligencia filistea, atenta por derecho contra las normas más elementales de la lógica. En su afán de remedar a cada instante la originalidad más promiscua debe contraer hasta el infinito, como un chicle elástico, el tiempo que se disuelve entre sus manos. Primero fue el año cero, más adelante el día, antepenúltimo es el minuto, antes que ningún instante pueda tomar el relevo de un nanosegundo. Subyace en su neutralidad un temor, de tan bélico, apocalíptico y virtual. Obsesionada por la profundidad geológica de la era cristiana, el neopoder no se conforma con travestirla; necesita su glaciación. Si el nacimiento de Cristo inaugura el tiempo escatológico de la humanidad redimida, marcada para siempre por la afirmación de la unidad, nuestra época replica, pagana y supersticiosa, cualquier cosmogonía cuya poética puede quedar reducida a las cenizas minimalistas de agujeros negros e hiperbólicas onomatopeyas paranomásicas como el big bang. El colmo angustioso de su felicidad consiste en que nada pueda ser todavía. Ni siquiera en potencia. Como un hongo atómico, aniquilará por eones hasta el recuerdo del concepto de Tradición. Emergerá intacta, inatacable, su mentira. Como un orgasmo retenido.