24/2/19

Empoderar.


Que la academia haya asumido este sospechoso anglicismo obliga a atender entre las líneas de su definición las vías que unen el poder causativo que permitía apoderarse, individualmente, de cualesquiera bienes con el poder locativo que usurpa en nombre propio la fuerza que se dispensa, con gentileza progresista, a un grupo desfavorecido. Quizás no sea casual que, entre sus acepciones cruzadas, se prodiguen sus sendos caracteres pronominales y desusados. Es comprensible así la resistencia académica, casi reaccionaria, a admitir el único uso recto del dichoso verbo: el reflexivo. En su transitividad conserva un residuo que sólo puede juzgarse intolerable y hasta escandaloso en sentido estrictamente democrático: nadie puede ni debe ser autorizado a representar a quienquiera que le otorgue su confianza. En ese caso, empoderar podría entenderse como la cesión del derecho del que, histéricamente, se carece debiendo poseerlo. Al contrario, cada cual debe empoderarse como un dios caído alarga la mano al fruto del árbol del conocimiento o a la quijada del asno. Byroniano, Lucifer confesó su sentido final a Caín: aspirar a ser lo que nos hizo y no habernos hecho lo que somos. Cauterizada la marca, es posible afrentar impunemente nuestra naturaleza. ¿Sois felices? Seremxs empoderadxs. 

16/2/19

Hacer pedagogía.


Redundante, esta ambigua expresión jamás fracasa en sus resultados ni en sus objetivos. Plantea la acción política en los términos sinuosos que desborden cualquier apariencia educativa, por el sinsentido al que ha reducido cualquier atisbo de responsabilidad. Representa el índice más depurado —y, por ello, más perverso— de infantilización de la sociedad. No forma la opinión pública a la que invade hasta en el último trastero de su intimidad. Ni tan siquiera la informa. Mediante la forja múltiple de sus orgullosas identidades artificiales, la chantajea a su desemejante imagen. Tiene por una de sus misiones principales tramar los métodos que permitan conducirla al callejón sin salida de la obediencia perfecta: anticiparse voluntariamente, por aclamación plebiscitaria, a los deseos fugaces de sus efímeros líderes. En lugar de rigor y exigencia, le propone la entronizada diversión de su estupidez. Nada gana sino la plusvalía de hacer perder. A más estúpido, más malvado. A menos inteligente, menos incauto. Como a Pinocho, lo invita a aventurarse por el país de los juguetes: Twitter, Instagram, Telegram, Tinder… Conectados como apéndices de la red, en el instante eterno que ofrecen sus compulsivas aplicaciones al tacto digital, logramos metamorfosearnos, ¡por fin!, en escuálidas marionetas. Lasciamo ogni speranza.

8/2/19

Dar voz a un colectivo.


Es preciso insistir que la muerte del concepto político y estético de representación no inaugura sin más una etapa transhumanista de la historia, ni tan solo suspende el duelo de su decretado y totalizante final. Tanto más incierto y peligroso es el tiempo que se avecina cuanto más recubren su realidad las nociones tuneadas de una ultramodernidad demenciada. Puede advertirse también el funcionamiento de su lógica de la no no contradicción bajos los efectos dinámicos de una retórica psicótica. En tanto que la naturaleza no es sino una construcción cultural, la disociación perceptiva de la realidad se articula mediante defensas maníacas y narcisísticas que enfrenten sus ansiedades histéricas de desorganización política y social. Sobre los conceptos de nación, género y religión toda suerte de terrores permite proyectar la aparición de recurrentes alucinaciones visuales y auditivas basadas en la estetización onírica del pasado: cazas de brujas, campos de concentración, paraísos sin clases. Las víctimas, afónicas, son convocadas en ejercicios ateosóficos de ventriloquía populista. Nadie puede hablar en nombre de ellas porque ellas “les” hablan mediante su voz interpuesta. A salvo en el guirigay de sus deformados ecos, la locura prologada sería tan sólo un sueño. Y sus heridas morales, una fantasía.