29/6/18

Minuto de silencio.


Envuelta en su pestilente nube de buen tono tramposo, nuestra sociedad filistea escamotea su estupefacción ante la muerte con la máscara sacrílega del silencio, como si cada desgracia fuese, por hábito inesperado, un cargante fastidio que debería poder registrarse -y calcularse- en las asépticas celdas de una hoja Excel. Como en un truco de prestidigitador metonímico, intercambia la carta de la indiferencia con la del respeto. Con pomposas caras de condolencia, tasa el duelo de los deudores en los sesenta segundos que identifican su concepto de eternidad. Inclina la cabecita y arruga la nariz a fin de contener el bostezo somnoliento y aburrido. Tiesa, cerúlea, dándose palmadas en el cogote para que alguna lágrima arrase su mala conciencia, exhibe impúdicamente su disposición a olvidar instantáneamente el rostro borrado de la víctima. Y a otra cosa, mariposa. Enardecida, sin embargo, la masa sospecha el engaño. Con toda lógica no se resigna a dejar de rugir. Escupe su amnesia. Primero estalla, histérica, en aplausos y vítores, como la expresión de su impotencia escatológica. Después, tribal, inmemorial, sabotea y profana con sus gritos el mínimo resquicio por donde, inaudible, cualquier palabra pudiera unir la tierra de los muertos con Quien vive celestial.

21/6/18

Bajo el imperio de la ley.


En el entramado de cenicientos intereses que tejen nuestra sociedad necrofóbica y calavera, este sintagma contiene una monstruosa e irónica contradicción en cada uno de sus términos. Mientras considera antidemocrática e intolerable cualquier norma que cohíba, indiscriminado, hasta el más vil de sus instintos, despliega con afán bulímico exhaustos catálogos que reglamentan en detalle sus prácticas aceptables, sin que dejen de eximir del cumplimiento de aquellas costumbres no escritas que, por civilizadas, estaban grabadas en el corazón humano. Los universales deben trocearse antes de ser empaquetados en forma de productos financieros con los que se pueda especular piramidalmente. La ley divina, desolada, resistía la desesperada brutalidad de nuestra condición caída ordenando no matar, no robar y no mentir. Preservaba así los precarios límites de la belleza, el bien y la verdad. En cambio, la ley filistea concede la absoluta y degradada singularidad de deshonrar a padre y madre. Alquila los vientres y codicia cualquier adulterio que corrompa la intimidad. A la mentira llama fraternidad. Al expolio, justicia. Al asesinato, libertad. En esta cacofónica torre babélica, que aspira a tapiar por completo los cielos, rige, aséptico e igualitario, el Cortejo clonado de una desenfrenada Danza de la Muerte. Et pulvis reverteris.

13/6/18

La ley es igual para tod@s.


Esta campanuda máxima liberal, que pretendía disimular los privilegios económicos y sociales burgueses reservados a las costumbres depravadas de la aristocracia, se ha democratizado a una velocidad de urgencia. Bajo sus operaciones más cínicas y descaradas el tumefacto y glorioso principio de no no contradicción puede regir ya desacomplejado nuestras existencias posthomínidas. Que la ley sea igual para todes instaura la regulación minuciosa de cada desigualdad, caso por caso, cuanto más estrambótica y lacrimógena mejor. Más que invertir en valores, en cuya bolsa se negocian sin descanso sórdidas plusvalías emocionales, esta neomáxima contradice hasta desfigurar cualquier atisbo de sentido común que pudiera resistirlas. Subalterna, no admite ninguna contrariedad lógica. Sus proposiciones deben llegar a ser falsas simultáneamente, jamás verdaderas. El cumplimiento de la ley es la expresión más intolerable de la injusticia. La práctica de la justicia perpetra el más horrendo delito. Cuanto más inicua sea la ley, su (in)justicia brillará más enfangada. El aforismo latino proclamaba que a mayor derecho mayor daño. Con coherencia epicena, se predica que cuanto mayor resulte la afrenta mayor será su justicia. Sin dioses, ni patrias ni reyes, el único tribunal soberano dicta, enfebrecido, sentencia en el Circo de las redes. Delicturi se salutant.

5/6/18

Está en juego nuestro Estado de Derecho.



Fieles y escasos lectores anticipan a veces, lacónicos y desolados, los rasgos clínicos del putrefacto y avanzado estado de descomposición moral cuya autopsia se han propuesto practicar, con gelidez quirúrgica, los limitados análisis de estos incontables lugares comunes. Un lector irónico señalaba, por ejemplo, que contra el populismo debía disertarse con gravedad mediante la desdichada frase de marras que nos ocupa. Discreto, persistía en atribuir el clásico concepto de gravitas, que debía adornar la personalidad del político humanista, al pomposo engolamiento del croupier que ha tomado su relevo gaseoso. Tenebrosa, la teoría política ya había advertido la incompatibilidad entre el Estado y el Derecho. El complemento preposicional era una fórmula de transacción, aliviada, que contenía un indisimulado oxímoron o su emboscado retruécano. El Estado, de hecho, ha sometido siempre el derecho a su insaciable y vertiginosa, caótica e implacable, expansión. Cuanto tocaba, lo ha infectado de minúsculas. Muerto cualquier dios, ante el desecho de toda majestad, le queda tan solo pujar y subastar el estado de derechos, innumerables y cancerosos, que aseguren, incontrolable, el derecho de sus estados. Adicto a su abismal funcionamiento, ha apostado todo o nada a sus cartas marcadas. Salta la banca. Rien ne va plus.