24/6/19

En pleno siglo XXI.


Como nínfula aviejada, el filisteísmo sigue chascando la lengua mientras paladea, galicista, la nueva mezcla de vocales velares y palatales, medias y posteriores, de este ridículo sintagma. Apiñona la boca, como viene haciendo desde hace dos siglos, para mostrar su coqueto enfado ante cualquier obstáculo, tildado de medieval, que impida el éxito seductor y trivial de su rancio positivismo. Galán invernal, aquejado de una halitosis crónica que engaña con el aséptico perfume de la ciencia en minúscula, el progreso no cesa de reconstruir su rostro ajado mediante técnicas que logren plastificar una eterna juventud. Narciso profiláctico, impone entre sonrisas retocadas su venérea vejez. Con determinación insidiosa socava la realidad de todo principio mediante el placer de dar principio a cualquier realidad. Convierte cada excepción en regla para que toda regla sea derogada por el ejercicio de la excepción. Su derecho se basa en la aniquilación de cualquier garantía de la que pueda abusar hasta conseguir que sea revocada. Abomina de la singularidad tanto como para incitar el monismo más desenfrenado. Con ponzoñosa cautela se abstiene de decidir quién merece o no vivir, sino que legisla a quién imputar la dignidad de morirlo. Constata amenazante que no hay vuelta atrás.

16/6/19

Ofendidit@s.


Esta palabra de última moda, pronunciada con voluptuosidad casi ahogada por sus detractores y con vehemente indignación por sus objetos autoidentificados con cualquier causa manipulable, constituye una de esas expresiones referenciales que, por aburrimiento sobreexcitado, como si fueran exantemas, infectan la piel de cualquier conversación colectiva. Comoquiera que el papel preferido de nuestra época corresponde con el de víctima, se trata, más que de encontrar un verdugo, poder etiquetar a alguien o algo como tales. Al fundar nuestra existencia sobre derechos, sobra el agradecimiento. Es preciso patrullar sin descanso por las redes sociales detectando ofensas que devienen automáticamente delitos. A los crímenes no se les discute, se les persigue sin tregua. Frente al exabrupto contrario, ¡fascista!, el diminutivo cuenta con la ventaja de que ningunea con afecto feroz. En sus mutuos juegos dialécticos de (no) contradicciones se confunde la especie con el género para que, desmesurados, lo singular y lo general se paguen retribución mutua. Una muerte es un genocidio y viceversa. Los significados, intercambiables, se devalúan hasta la irrelevancia. Lo uno y su contrario equivalen. Hipócritas, se aprestan a encajar la propia viga en el ojo ajeno antes que reconocer la mota ajena en el propio ojo. Bellum vobiscum.

9/6/19

Hoy no toca.


El peregrino de lo Absoluto encontró siempre en la fiesta de la Ascensión un motivo de duelo infinito. Por el contrario, los filisteos descubren en el Arribismo la oportunidad de un beneficio inmejorable. Pomposos y circunstanciados, esquivarán, con un guiño de astucia y de amenaza, cualquier pregunta incómoda. Adornándose con chicuelinas putiformes, el periodismo de bandera se limitará a olfatear los contenedores de esa basura con la elegante y marrullera distancia que proporciona la seguridad debida de las subvenciones y las concesiones digitales que usufructúan sus empresas. En lugar de la verdad, momia embalsamada, demos por descontado que reina en su trono usurpado el exquisito cadáver de la opinión, rodeado de columnas que exprimen, churriguerescas, sus volutas hasta la extenuación. Un adjetivo canalla y un anglicismo innecesario mendigan, tras un insulto o una ingeniosidad, el jornal suyo de cada día. Arrojan una sombra de desencanto que, en el griterío de las redes sociales, deje pasar desapercibida la más dolorosa de sus frustraciones. Entre ejercicios aplicados de redacción, la libertad de prensa no toca hoy sino una cuestión de estilo: ocurrencias, majaderías, pura cita repetida. En vez de lenguas de fuego, desciende sobre ella la lluvia dorada de un dios afónico.

8/6/19

Nadie es perfecto.


Entre sonrisitas de complicidad alborozada los filisteos se complacían en repetir, como cacatúas, la confesión de un anecdótico agnosticismo expresando, con desenfadada majadería, que, a excepción de su magnificado ombligo, a nada sino ficticiamente rendirían agradecimiento. Como nadie es perfecto, todo podría estarles permitido. Con lúgubre satisfacción deberán reconocer que el éxito les ha acompañado sin desmayo. Su descendencia, histérica, ya ni se toma sus libertades; las reclama como derechos. Apenas logran ya contener el fondo de furioso resentimiento que ha movido siempre los hilos de su triste mordacidad. Aunque les guste imaginarse como crápulas feroces, su comicidad jamás ha excedido la gesticulación primaria, aunque estilizada, de la obscenidad irreverente. Hasta para despreciarse a fondo se habían sentido obligados a justificar un concepto muy honorable de sí mismos que han conseguido por fin volver irrelevante. Llaman humor a la broma infecta. La risotada cáustica o el codazo a traición definen el meollo de sus modales más refinados. La humillación más grotesca les concede el beneficio impagable de la condescendencia moral. Excusan la crueldad en su indecente cursilería. En efecto, a Billy Wilder sólo adorarán sirviéndole en el retablo de sus marionetas: proxenetas y gigolós, prostitutas y alcahuetes, arribistas y cornudos…