Con
cara de susto condescendiente, los neofilisteos suelen despachar los temas que
la teología tradicional denominaba novísimos
con desparpajo caduco y positivista, utilizando toda suerte de circunloquios y
eufemismos, cuanto más tautológicos mejor. Nada por aquí, nada por allí. Et voilá. Arriba, abajo, adelante y
adentro. Perdido el sentido de la peregrinación por este valle de lágrimas, el
actual nihilismo autocontradictorio sólo puede afirmar lo que niega. Por tanto,
debe negar su afirmación. La exaltación de la inmanencia reduce cada vez más
los términos sagrados de la existencia hasta reducir la vida a cenizas. Un feto
es un amasijo de células. Un anciano decrépito o un joven en coma, un vegetal. Ni
antes ni después -ni incluso durante- puede asegurarse el ser de nada. A lo
más, impersonal, hay algo, precario,
fugitivo, inestable, entre medias, que debe ser objeto de la más minuciosa
regulación legal. Es preciso desgañitarse en el ensordecedor guirigay del bazar
social para que el pronombre de primera persona pueda negociar su condición
intercambiable antes de ser descartado. Tan evanescente es su identidad que a
la bicha no se la puede ni mencionar. Epicúreos aterrorizados, cabe elegir
irracionalmente los falsos temores y liberarse de la esperanza.
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