Cuanto
más gastadas, cuanto más catacréticas, las metáforas deportivas, especialmente
las futbolísticas, expresan con más torpe sutileza la ausencia de realidad que
se esfuerzan por describir. Compensan o, mejor dicho, sustraen su horror al
vacío con una ligera frivolidad que sirva para reforzar la aparente seriedad de
cualquier acción ridícula. A tal fin se ven obligadas habitualmente a practicar
un desplazamiento semántico. El factor locativo de nuestro ejemplo aleja del
sitio estático a cualquiera que sea su referente para situarlo en un entramado
de reglas oscilantes, siempre a punto de perder pie, de quedar retrasado por
haber avanzado antes de tiempo o viceversa. Asoma entonces como una amenaza
velada, que no debe ser explicitada jamás para que pueda ser más radicalmente
eficaz, que quien incurre en tal falta
merece ser desproporcionadamente castigado. En una realidad vaporizada nada más
irritante que una interrupción. A quien comete el error de ponerse fuera de juego se le avisa, pues, de que debe
apresurarse a recobrar las insuperables líneas rojas que habrá traspasado bajo
la pena de sufrir la autoexclusión, es decir, de admitir que se encuentra fuera
del juego. Con una mueca estúpida
padece la implacable mecánica que reemplaza jugadores como fichas.
26/7/19
18/7/19
Cruzar líneas rojas.
Esta frase hecha, espetada con un tono
cuartelario de indiscutido desafío, debe calzarse cada dos por tres en
cualquier conversación política como un obsceno latiguillo de fingida dignidad.
Es la versión rimbombante del futbolero “al enemigo, ni agua”. Con ella se
quiere dejar ¡clarito! que de todo se puede hablar mientras queda prohibido debatir
sobre nada en concreto. Se puede y se debe gimotear sobre corredores de
migrantes, y hasta sacarse fotos con ellos o, mejor, de ellos, pero no discutir tal drama. Es esta la línea roja de la
intolerable xenofobia que no debe ni poder ser trazada. Es obligatorio también arrodillarse
delante de la diversidad genérica y tragarse todos sus flujos bien hasta el
fondo. Es ésta otra línea roja, la de la escandalosa homofobia que asoma, como si
fuera una bruja, bajo la más mínima mueca de resistencia. Hedonista, la nueva
sociedad exige una disciplina espartana que expropia y colectiviza el concepto de
familia como el medio de producción biogenético por defecto. Irreligiosa, pisotea
embravecida la zarza ardiente que sigue testimoniando quién no es. Como todo lo derecho es extremo,
unánime debe manifestarse todo lo siniestro, hasta que quede sellada
irreversiblemente la última línea roja de libertad.
10/7/19
Estar abierto a la diversidad.
He aquí uno de esos mantras
redundantes, de buen tono por su pesada insignificancia. Debe repetirse con
insistencia asertiva, venga o no al caso. Que no quepa la menor duda de la
comprometida y vigilante (in)trascendencia que anima la voluntariosa censura ejercida
por sus defensores. Pretende reflejar no sólo una postura psicológica, sino
hasta (anti)metafísica. Por un lado, refleja al por mayor cierta jerigonza
pseudofilosófica que considera que la realidad es resultado de una
construcción: lo uno es autoritario; lo múltiple, libertario. En consecuencia, la simplicidad debe
perseguirse sin cuartel. Cualquier criterio que proteja la intimidad, refugio
sagrado de la libertad de conciencia, será de inmediato tipificado como una
agresión intolerable a la salvaje realización de los deseos más monstruosos o
más estúpidos. Por otra parte, de acuerdo con el principio lógico de no no contradicción, procede a invertir
la relación ética entre la víctima y su verdug@. ¡Qué alivio amnésico poder
seguir ejecutando la misma tarea que sus ascendientes en nombre de una remota
memoria cuya filiación nadie, ¡nadie!, debe comprobar! Basta invertir la carga
de la prueba: las proposiciones que saben a ortodoxia ofenden los oídos impíos.
No merecen aclaración, sino desprecio y castigo. Melius est enim nubere…
2/7/19
Comportamiento incívico.
Pertenece este repelente oxímoron al
campo semántico de los valores, debiendo ser incluido en los subconjuntos de
actitudes y de competencias. Como es bien
sabido, unos y otros intersectan de diversas maneras, todas ellas pueriles
y aterradoras. En el caso concreto que nos ocupa, la asociación de sustantivo y
adjetivo da lugar a algunas fórmulas a cuál más pimpolluda. Puesto que es
indecoroso no sólo prohibir sino no dejar de jalear la manifestación libre y
espontánea de cualquier molesta y maleducada majadería, resulta preciso escoger
con sumo cuidado el verbo que exprese el rechazo, contundente y engolado, de
cualquier expresión decente de disidencia. Primero se normaliza semánticamente una aberración; a continuación, se
persigue hasta los extremos legales
la protesta que haya generado. Si alguien muestra su desnudez sobre un altar o
berrea que cuelguen de una farola a quien encarne un resto de autoridad en
nuestra sociedad, se discute bizantinamente sobre los límites humorísticos de
la libertad de expresión. Si alguien denuncia para castigar la ofensa, con escandalizados
aspavientos se le etiqueta de provocador. Con más exactitud, se le acusa de crispar la convivencia. Por circunspecto
patriotismo, como cada quien es lo
que hace, merece la tajante condena del ostracismo.
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