25/3/18

Dios ha muerto.



Y tras Él el autor, el sujeto y, ¡ay!, el hombre. Todos con la máxima minúscula posible, excepto su Nombre, despojado de cualquier atributo de majestad. Aún abrasan de rabia a la enfebrecida turba que, a gritos, reclama repetir hasta la extenuación su embrutecedor linchamiento en efigie. Es preciso borrar todo rastro de ser. Bramando, de la naturaleza debe extirparse hasta el último vestigio de una chispa divina que pudiera seguir resistiendo el solipsismo totalitario que, como un ídolo insaciable, devora profana la ofrenda de sí. Sólo existe el yo como cuerpo, individual o social. Hay que amputar, mutilar, raspar cualquier resto de pureza original que permita reconocer una diferencia originaria, una alteridad irreductible a infinita regulación. Prótesis, implantes y chips deben rebajar la humanidad más allá de sí misma. Se prescribe el duelo como una orgía ilimitada en la que cualquiera de sus miembros es intercambiable, reemplazable, irrelevante. Todos son y tú eres nadie. Crear, dominar, engendrar han sido clavados, fundidos, invertidos, en el árbol del conocimiento: destruir, esclavizar, esterilizar. Forzado el querubín del Edén, la horda persigue embriagada y desconsolada, alucinada, entre ruinas humeantes, el botín de un jardín abandonado. De una tumba vacía.


17/3/18

Lograr masa crítica.


En bocas pedagógicas este sintagma alcanza proporciones espeluznantes y apocalípticas. Mezcla la física nuclear y el economicismo más burdo a fin de convencer de la espantosa bondad de cualquier esperpéntico experimento curricular a plutócratas educativos sin escrúpulos. Cuanto más escándalo suscite entre la afónica camada académica, con más placer se enjarretará en forma de titulaciones y programas universitarios. Su jerga suele expelerse con un deje de cansada autosuficiencia, como una evidencia inexcusable de la innovación, que es el término bajo el que los posmodernos adoran hoy el ídolo del Progreso. En estricta lógica opera con la inferencia según conversión simple: Ningún reaccionario es innovador; luego ningún innovador es reaccionario. Satisfecha con pulcritud demagógica la garantía de la impunidad, se puede proceder a la derivación de toda suerte de conclusiones no no contradictorias. Como toda masa física es simultáneamente política, toda crítica política debe resultar de un estado de aglomeración física que sea capaz de ahogar cualquier disidencia no reglada. A niveles de rentabilidad alquímica la gasificación debe liquidar, como una reacción nuclear en cadena, cualquier bolsa de resistencia del sólido periodo glacial del humanismo embalsamado. Nada más innovador que restaurar la barbarie, pues nada resulta más indignantemente bárbaro que la tradición.

9/3/18

¡Fascista!


Como insulto barriobajero el esputo fascistoide equivale, en términos zoopolíticos, a los más directos y brutales, más clásicos, de “¡hijoputa!” o “¡cabrón!”. Incluye siempre, más o menos latente, la fantasía de una amenaza de muerte que presiona, psicópata, la impotencia del sujeto emisor. Escupida por un rufián, al borde del síncope afónico, la exclamación padece una aspiración consonántica, como si fuese el estertor de un enfisematoso. Con ronca y entrecortada, espeluznante, entonación, arranca el largo gargajo hasta su lento eco final: “¡Fa-ciiis-taaaaaa!”. Entumecida por la furia, su expresión permite la alucinación de imaginarse un digno partisano en vez de un mancebo de lupanar -o de partido político- que se juega a los dados trucados la trágica pensión por crímenes milenarios, que fueron y son como el ayer que pasó. Algo enigmático y laberíntico, vacío de cualquier significación, cristaliza en tal explosión de rabia, de humillación, de odio. Con una obsesión séptica se observa proliferar la infección hasta en los más recónditos gestos. Si se conserva su memoria histórica, qué pureza. De sangre, de fe, de ideología. Marranos, masones, malditos. Guerra sin cuartel hasta en los cementerios. ¡Qué paz! Para no olvidarnos mutuamente, todos nos acabaremos gritando a la cara: ¡Fascistas!

1/3/18

Políticamente correcto.


Esta repugnante etiqueta que ha babeado por las fauces de cualquier ogro biempensante es un típico subproducto del puritanismo protestante más descreído e implacable y, por ello, más exportable y nominalmente universalizable. En su ruta al triunfo absoluto ha dejado atrás incluso aquellos gallos aflautados que soltaban sus adoradores cuando, con un guiño de aparente malicia adolescente, aseguraban que, en cualquier asunto intrascendente, se permitirían opiniones políticamente incorrectas. Este excusable subterfugio retórico, en forma de lítotes, ha sido también prohibido. En el despliegue absoluto de la Memez más ruin y totalitaria no existe espacio para esas bromas que nadie debe entender. En primer lugar, se deben erradicar los comportamientos y las actitudes que pudieran catalogarse como discriminación. Como una marabunta, la casuística resulta infinita. En cumplimiento de esta fase de deforestación moral, ha sido preciso sustituir “sexo” por “género” y eliminar “opinión” en beneficio de “orientación sexual”. Corresponde a continuación proceder a extirpar cualquier término discrepante. Amorfa por poliforme, sólo pueden funcionar tautologías abstractamente autocontradictorias. Por ejemplo, la diversidad ha de ser inclusiva. Se logra entonces recluir la espontaneidad en una absoluta inmediatez disciplinaria. Toda la ley se encierra en estos tres mandamientos: no hacer, no decir, no pensar.