En nuestra época
del espectáculo y de la fiesta, disciplinada y panóptica, se toma la calle como
se asalta el cielo, y viceversa: en sentido estrictamente figurado. Su
literalidad, pues, es asombrosa. Las manifestaciones multitudinarias, que
reclamaban la defensa de derechos o intereses oprimidos, mediante el ejercicio público
de la palabra silenciada, apenas conservan sino un sabor a reliquias
apolilladas. Sus participantes suelen desfilar fantasmalmente, casi con el
brillo fatuo de una nostalgia impotente. La reivindicación política se ha
vuelto puntual, dispersa, rizomática. Incide repentinamente en un cuerpo social
extenso y a la vez desmembrado, como si alcanzase un orgasmo sin deseo ni
tristeza, más bien ansioso y desesperado. (Des)teatralizada, respeta escrupulosamente
las unidades clásicas de acción, tiempo y lugar. Por ejemplo, una muchedumbre
rugiente y estática, dispuesta como una letra polisémica y aparentemente
subversiva, debe exaltarse ante el simultáneo repique de campanas un 11 de
septiembre a las 17:14. Ni crea ni destruye su realidad: la transforma hasta su
extenuación simbólica. Muerto el concepto político y estético de representación,
se extienden aleatorias y cancerosas las más diversas formas colectivas que
puedan adoptar las performances, los happenings y su perturbadora descendencia
de flashmobs. Globalizados, ¿no son
todos acaso designados anglicismos?
31/1/19
23/1/19
¡Indignados?
Como infantes
malcriados que emiten, guturales y sincopados, los eslóganes redactados con la
caligrafía de los váteres universitarios, las tiránicas turbas de nuestras
democracias se desplazan, sumisas y enfurruñadas, por las casillas regladas de sus
marrulleros juegos sociales. En busca de un posesivo bienestar desvanecido y bajo
la apariencia sola de una marea insurrecta, estalla su ahíta vulgaridad -su
violencia- contra las trampas trileras que las potestades y las dominaciones
mercantiles le han incitado a tenderse. Les enfada con vehemencia, les desaíra el
incandescente reflejo de su frenética estupidez. Aunque se niegan a admitir el
mecanismo de la estafa, no pueden dejar de replicar sus efímeros trucos de
diseño. Su histérico aburrimiento, espectacular, debe continuar. Los
politólogos, los tertulianos, las diversas especies de analistas aprovechan
entretanto el día parloteando de estrategias y tácticas, de corrientes de
opinión y segmentos de población, como jubilados perezosos y campanudos en la
terraza mediática de una casino galáctico y desconchado. Oscuramente, con
cínica candidez, se recriminan la falta de mérito y de calidad de sus
circunstancias. Condescienden con virulenta apatía a retuitear, como un trueno
sordo y descreído, la noticia que resuena, fantasmal y codicioso, nuestro
indigno destino. Madame se meurt! Europe
est morte!
15/1/19
Inclusivo y tolerante.
Tales cualidades
indistintas forjan el retorcido carácter del genreman ideal, es decir, híbrido. Con maciza hipocresía
ejemplifican el alcance más desvergonzado del principio de no no contradicción. Según las circunstancias, pueden adquirir una
tonalidad lingüística, o pronominal o genérica, e incluso, en su versión más
aterradora, pragmática. En tanto que inclusiva, su forma excluye. Cuando uno de
sus profetas se apodera, en ausencia de referente, de la palabra nosotros, sabes perfectamente que ha
dictado, sin posible apelación, sentencia presente contra ti, por ninguna otra
razón que la culpabilidad de tu irreductible existencia. Si exige la doblez de
género es el paso previo de la uniformidad gráfica, impronunciable,
paracientífica, de la cromosómica x o de la digital @. En su invasión de la
educación llega a adoptar los más histéricos y fanáticos procedimientos. Faltaría
más. Debe prohibir cualquier rasgo de singularidad como expresión del más
insoportable elitismo. Somete toda jerarquía a la más confusa disolución. Sólo
así puede tolerar el fallo de sus criminales errores. Puesto que la
exclusividad de la dignidad humana puede ser abortada de raíz, su empatía le
exige, sin eximentes, imponer a sonrisa y fuego la aberrante fatuidad de su
normalizado y exclusivo relativismo. Cui
non prodest?
7/1/19
Educar en valores.
Ante el ábaco de
los lugares comunes, como si tocase canturrear disciplinadamente sus tablas de
multiplicar, conviene repetir una de las más escabrosas obviedades que suele soslayarse
con la peor mala conciencia: los valores jamás son, siempre y sólo valdrán. Atentos
a sus índices, algoritmos que escamotean la sustancia de la acción moral, sus
agentes mercadean, sonríen, comercian especialmente con su depredadora
trinidad: solidaridad, paz y felicidad. En la escuela de los principios la
prudencia guiaba el aprendizaje de las virtudes en la práctica continua de la
sindéresis. Los discípulos discernían el bien del mal y asumían, a través de
sus derrotas, que hasta del brillo del mal el bien podía triunfar oscuramente. Se
sabían finitos. La neoescuela ha
acuñado en cantidades hiperinflacionarias la moneda omnívora de los
sentimientos. La reinvierte sin cesar en la fabricación de las manzanas
transgénicas de su utópico árbol de la vida. Sus clientes disfrutan de su
embriagador sabor hasta la epilepsia intelectual que induce su masivo consumo de
emociones. Se hacen como dioses. Impacientes,
adictos, insatisfechos, en su caída sin fondo aspiran a alcanzar, en forma de
un paraíso digital y parpadeante, una transparente y artificial inocencia. Quod nudus essem et non abscondi me.
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