31/1/19

Tomar la calle.


En nuestra época del espectáculo y de la fiesta, disciplinada y panóptica, se toma la calle como se asalta el cielo, y viceversa: en sentido estrictamente figurado. Su literalidad, pues, es asombrosa. Las manifestaciones multitudinarias, que reclamaban la defensa de derechos o intereses oprimidos, mediante el ejercicio público de la palabra silenciada, apenas conservan sino un sabor a reliquias apolilladas. Sus participantes suelen desfilar fantasmalmente, casi con el brillo fatuo de una nostalgia impotente. La reivindicación política se ha vuelto puntual, dispersa, rizomática. Incide repentinamente en un cuerpo social extenso y a la vez desmembrado, como si alcanzase un orgasmo sin deseo ni tristeza, más bien ansioso y desesperado. (Des)teatralizada, respeta escrupulosamente las unidades clásicas de acción, tiempo y lugar. Por ejemplo, una muchedumbre rugiente y estática, dispuesta como una letra polisémica y aparentemente subversiva, debe exaltarse ante el simultáneo repique de campanas un 11 de septiembre a las 17:14. Ni crea ni destruye su realidad: la transforma hasta su extenuación simbólica. Muerto el concepto político y estético de representación, se extienden aleatorias y cancerosas las más diversas formas colectivas que puedan adoptar las performances, los happenings y su perturbadora descendencia de flashmobs. Globalizados, ¿no son todos acaso designados anglicismos?

23/1/19

¡Indignados?


Como infantes malcriados que emiten, guturales y sincopados, los eslóganes redactados con la caligrafía de los váteres universitarios, las tiránicas turbas de nuestras democracias se desplazan, sumisas y enfurruñadas, por las casillas regladas de sus marrulleros juegos sociales. En busca de un posesivo bienestar desvanecido y bajo la apariencia sola de una marea insurrecta, estalla su ahíta vulgaridad -su violencia- contra las trampas trileras que las potestades y las dominaciones mercantiles le han incitado a tenderse. Les enfada con vehemencia, les desaíra el incandescente reflejo de su frenética estupidez. Aunque se niegan a admitir el mecanismo de la estafa, no pueden dejar de replicar sus efímeros trucos de diseño. Su histérico aburrimiento, espectacular, debe continuar. Los politólogos, los tertulianos, las diversas especies de analistas aprovechan entretanto el día parloteando de estrategias y tácticas, de corrientes de opinión y segmentos de población, como jubilados perezosos y campanudos en la terraza mediática de una casino galáctico y desconchado. Oscuramente, con cínica candidez, se recriminan la falta de mérito y de calidad de sus circunstancias. Condescienden con virulenta apatía a retuitear, como un trueno sordo y descreído, la noticia que resuena, fantasmal y codicioso, nuestro indigno destino. Madame se meurt! Europe est morte!

15/1/19

Inclusivo y tolerante.


Tales cualidades indistintas forjan el retorcido carácter del genreman ideal, es decir, híbrido. Con maciza hipocresía ejemplifican el alcance más desvergonzado del principio de no no contradicción. Según las circunstancias, pueden adquirir una tonalidad lingüística, o pronominal o genérica, e incluso, en su versión más aterradora, pragmática. En tanto que inclusiva, su forma excluye. Cuando uno de sus profetas se apodera, en ausencia de referente, de la palabra nosotros, sabes perfectamente que ha dictado, sin posible apelación, sentencia presente contra ti, por ninguna otra razón que la culpabilidad de tu irreductible existencia. Si exige la doblez de género es el paso previo de la uniformidad gráfica, impronunciable, paracientífica, de la cromosómica x o de la digital @. En su invasión de la educación llega a adoptar los más histéricos y fanáticos procedimientos. Faltaría más. Debe prohibir cualquier rasgo de singularidad como expresión del más insoportable elitismo. Somete toda jerarquía a la más confusa disolución. Sólo así puede tolerar el fallo de sus criminales errores. Puesto que la exclusividad de la dignidad humana puede ser abortada de raíz, su empatía le exige, sin eximentes, imponer a sonrisa y fuego la aberrante fatuidad de su normalizado y exclusivo relativismo. Cui non prodest?

7/1/19

Educar en valores.


Ante el ábaco de los lugares comunes, como si tocase canturrear disciplinadamente sus tablas de multiplicar, conviene repetir una de las más escabrosas obviedades que suele soslayarse con la peor mala conciencia: los valores jamás son, siempre y sólo valdrán. Atentos a sus índices, algoritmos que escamotean la sustancia de la acción moral, sus agentes mercadean, sonríen, comercian especialmente con su depredadora trinidad: solidaridad, paz y felicidad. En la escuela de los principios la prudencia guiaba el aprendizaje de las virtudes en la práctica continua de la sindéresis. Los discípulos discernían el bien del mal y asumían, a través de sus derrotas, que hasta del brillo del mal el bien podía triunfar oscuramente. Se sabían finitos. La neoescuela ha acuñado en cantidades hiperinflacionarias la moneda omnívora de los sentimientos. La reinvierte sin cesar en la fabricación de las manzanas transgénicas de su utópico árbol de la vida. Sus clientes disfrutan de su embriagador sabor hasta la epilepsia intelectual que induce su masivo consumo de emociones. Se hacen como dioses. Impacientes, adictos, insatisfechos, en su caída sin fondo aspiran a alcanzar, en forma de un paraíso digital y parpadeante, una transparente y artificial inocencia. Quod nudus essem et non abscondi me.