25/5/17

Lo que de verdad importa a la gente.


Este lugar común refleja de maravilla la estúpida idiosincrasia, por insaciablemente perversa, de quienes lo repiten con cínica pachorra despectiva. En efecto, a la gente lo que parecería importarle de verdad es su pequeño tesorito, llámese hipoteca, segunda vivienda, luna de miel en Tailandia o coche de alta gama. Es una letrilla muy conocida, clavada hasta el tuétano de nuestra alma: Ande yo caliente y ríase la gente. El político español debe darle la vuelta al dicho: sólo podrá reír si la gente anda entrampándose con sus compras. Nuestro capitalismo de Estado practica así con virtuosismo arrabalero la técnica de lavado de dinero de cualquier tapadera. Como dirían los enterados, es economía de escala. En lugar de hacer aflorar el dinero de la prostitución o del trapicheo de drogas, se licita obra pública o se destinan fondos europeos a potenciar equipamientos para envasar leche de cabras o para manipular morcillas. La gente se indigna y clama profética se supone que hasta no volver a tener asegurada su tajada. He aquí la verdad de lo que importa a la gente: vivir engañada a su propia conveniencia. Estafada en su falsedad, hierve indignada e impotente, maleducada y enferma.

17/5/17

Misericordear.



La derivación verbal del sustantivo misericordia, que se ha puesto de moda en ambientes eclesiásticos como el criterio sumo de la solidaridad -jamás caridad- fraterna, resulta inquietante. La misericordia pierde su existencia individual, independiente, su existencia encarnada, para convertirse en pura tensión, acción voluntarista, que impone de una manera neurótica y sublimada el carácter posesivo, clerical, inseguro, de quienes dudan de la eficacia integral del anuncio evangélico. No se trata ya de practicar, por ejemplo, la misericordia de enseñar al que yerra, sino de misericordearlo en su error. Un eslogan populista podría rezar así: vuestra miseria es nuestra riqueza. Cuanto más grande sea vuestra caída, más generosos podremos sentirnos. Como suele suceder con estos neologismos, que actúan como un búmeran semántico, habrá que echarse a temblar: si Dios nos misericordease, ¿quién podría resistir tal juicio? La misericordia, como la justicia, es un efecto de la gloria de Dios, no su causa. Dios no es admirable porque sea justo y misericordioso, sino que su misericordia y su justicia muestran su extrema bondad. En caso contrario, Dios no sería sino un autócrata que gobernaría a golpe blando de las Tablas de la Ley o, en su defecto, del Código de Derecho Canónico.


9/5/17

Una Iglesia de los pobres.


Quienes, como profetas sonrientes, proclaman con voz satisfecha ante las cámaras de televisión o en streaming o en los medios digitales que la auténtica Iglesia ha de ser pobre y de los pobres (en sentido material, tal vez porque no están dispuestos a prescindir de su humilde arrogancia) se afanan sin descanso por suscribir, fundar, mantener y ampliar concordatos, acuerdos, convenios, patronatos, fundaciones, sean públicas, privadas, mixtas o de cualquier otra identidad. De hecho, para que existan hospitales de campaña debidamente fotografiados, necesitan de innumerables ricos a quienes poder chantajear y extorsionar o, por el contrario, execrar entusiasmados las políticas que, empobreciéndonos más, justifiquen su solidaridad indignada. Su medio de vida -su modo de subsistencia- es gestionar la miseria. La misericordean encantados. Cuando invocan a los pobres, suelo estremecerme como si estuvieran tomando el nombre de Dios en vano. Pienso entonces en Léon Bloy, mísero y sufriente, franciscano, que escribió que él no era amigo de los pobres sino del Pobre y que había desposado por amor la miseria. Está claro que todo sería más fácil si no hubiera resucitado y tuviéramos tan sólo, a la medida de nuestros deseos y fantasías, el reflejo en usufructo de su espíritu.

1/5/17

Asumo mi responsabilidad.



Con gesto serio y adusto o con una media sonrisa de lado, irónica, de indigna dignidad, quien es descubierto en falso, ya sea por doparse o por plagiar, ya sea por meter la mano o la pata, escurre cualquier responsabilidad invocando su asunción, la cual se reduce nominalmente a la prueba circunstancial que se pueda presentar en un juicio compadreado. Entre meridionales, a esta expresión algo se le ha quedado adherido del expediente católico de proferir mecánicamente la jaculatoria “mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa” para obtener un perdón en quien nadie en el fondo cree y mucho menos cree necesitar. De aquí, tal vez, proceda el regustillo sardónico aludido. Es evidente que, en nuestra sociedad, se da por descontado que el mayor mérito para aceptar cualquier encargo es la presunta irresponsabilidad de su gestor, mejor si le afecta profesionalmente que en su vida personal, en la cual su integridad debe estar pautada a prueba de tuiters, publicaciones de Facebook e imágenes de Instagram. Quien asume las posibles responsabilidades que se pudieran derivar de fraudulentos comportamientos susceptibles de ser probados legalmente es abrazado y jaleado por los suyos, abucheado y zarandeado por los otros. En Twitter, Facebook o Instagram.