Perdida la confianza en un futuro
esplendoroso, a excepción de en los delirios agudos de la política ficción, quienes aún
proclaman, con desengañadas muecas de entusiasmo, que el pasado nunca fue mejor
a duras penas logran ocultar su desencanto sobre la mierda de presente que se habían
prometido. Como la ilusión jamás ha forjado ningún argumento, se afanan por imponer
que la validez de todo argumento sea sólo ilusoria. Con incertidumbre
fascinada observan las sombras chinescas de su hoy sobre el fondo vívido y
alucinado de un pasado que interpretan, histéricos, mediante parodias
simbólicas. Descontada la eternidad, no hay lugar para la esperanza, sino para
la repetición atormentada de sus impotentes fantasías. Lloran, ríen, espumarajean,
se retuercen por un instante antes de ser engullidos por el cortejo caníbal de los
innumerables mensajes que se suceden en sus incontables apps. Como glosas expurgadas, cenicientos hasta en su incitación al
carpe diem, no animan sino a que cada
cual olvide el alma vendida, aplaque el seso y dormite, cegando cómo se pudre la
vida, cómo se aclama la muerte, tan aullando; qué rápido su placer, cómo calcina
seguro su sopor; cómo, a todo su temer, cualquier tiempo futuro será peor. Ubi erunt?
31/5/19
23/5/19
Me gusta cómo suena.
Aunque denota afectación excesiva
incluso entre filisteos, esta expresión, irritante como pocas, cubre la amplia
gama de superficialidad que degrada al instante cuanto de honesto e íntegro
pudiera quedar en una propuesta. Considera, con glotonería, la sensiblería más
perezosa la cima de su agudeza intelectual. Tiene en tanta estima la precisión
de su oído que se dejaría arrastrar por una melodía como las ratas desfilan
tras la tonada organillera de un flautista. Escucha cualquier argumento como si
fuera el hilo musical de un centro odontológico que hubiese adoptado el ritmo
que imprime un cuenco tibetano al tecleado de Erik Satie. De buen tono, calcula
mediante intuiciones. Confunde a mala conciencia los principios con su precio
aproximado, descontado el margen de beneficio. Su sentimentalismo balbuciente,
no exento de un quirúrgico minimalismo, anula con precisión el esfuerzo de armonizar
en un tono superior esas primeras notas exploradas tentativamente. No puede
soportar que una idea madure por su propia cuenta. Antes de que acabe de
germinar, la expropia con sonrisa satisfecha. Sólo exige que le recorra un
cosquilleo relamido mientras planea cómo, poseída, la podrá prostituir a placer.
Con el sonido de un acrónimo bursátil alcanza la más acordada esfera de sus
intereses.
15/5/19
La banalidad del mal.
La doblez lingüística de nuestro tiempo
ha prostituido este sintagma que definiera la imperdonable estupidez criminal.
De concepto descriptivo se ha convertido en una etiqueta para designar
torpes y grotescos comportamientos de garrafón. Mientras adopta su impúdica
pose de celestina remendona y zalamera, el filisteo quizás atisba en su
acepción exacta la denuncia de su implacable impersonalidad. Procede, pues, a
desactivarla con melosa entonación, a fin de ocultar que en la maldad humana le
resulta intolerable su (in)sustancialidad, brutal e inmediata. Procura imponerle una trivialidad que la revista de insincero interés. Se sentiría así eximido de asumir la
responsabilidad de combatir el horror que no le conviene o que le beneficia. Con
gesto ofendido y solidario, banalizará el mal como esa anécdota de mal gusto
cuyo relato otorga, junto a la superioridad moral, una distinción estética. Sobre
según qué situaciones se cuidará de pasar de puntillas, sorteando la acusación de
insensibilidad. Si pudiera diagnosticarlo a su medida, el mal debería pasar por
una disfunción más o menos duradera. De lograr que fuera realmente banal, se
volvería innecesario, irrelevante y, en suma, prescindible. ¿Acaso a un
filisteo no le espanta más un gato ahorcado que la decapitación de un
cristiano?
7/5/19
Incendiar las redes.
En el mundo instantáneo, irresponsable,
de la comunicación egotista, estúpida, las redes sociales propagan toda suerte
de virus retóricos con entusiasmo macilento. En lugar de carcajadas sardónicas
y mordaces réplicas, se multiplican como la más aguda de las respuestas las
mayúsculas, los emoticones naífs y las etiquetas elementales. Los gestos
patibularios se condensan en los anglicismos de hashtags, troles y trending
topics. Ni siquiera el insulto más soez puede ya contar con movilizar hordas de
likes y retuits, a no ser que incluya la muestra más patética de su vulgaridad
y de su odio a cualquier atisbo de ambigua inteligencia. Como las nuevas aplicaciones
son un espacio del libertinaje más espantoso y menos refinado imaginable, la
censura debe ejercerse con férrea indeterminación. Se bloquea y se denuncia una
cuenta como si se la arrastrase a un descampado para apalearla y violarla. Con
impunidad pornográfica, jaleada por multitudes pseudónimas que emiten penosos chascarrillos,
hasta las buenas intenciones y los sentimentalismos más atroces campan por un
paisaje, más que infernal, de mercadillo medieval. Diseminada la locura, se
incendian a rachas virtuales las redes como Roma ardía al son de la cítara
desafinada de Nerón. Su brujería atónita ajusta cuentas con el futuro.
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