31/5/19

Cualquier tiempo pasado no fue mejor.


Perdida la confianza en un futuro esplendoroso, a excepción de en los delirios agudos de la política ficción, quienes aún proclaman, con desengañadas muecas de entusiasmo, que el pasado nunca fue mejor a duras penas logran ocultar su desencanto sobre la mierda de presente que se habían prometido. Como la ilusión jamás ha forjado ningún argumento, se afanan por imponer que la validez de todo argumento sea sólo ilusoria. Con incertidumbre fascinada observan las sombras chinescas de su hoy sobre el fondo vívido y alucinado de un pasado que interpretan, histéricos, mediante parodias simbólicas. Descontada la eternidad, no hay lugar para la esperanza, sino para la repetición atormentada de sus impotentes fantasías. Lloran, ríen, espumarajean, se retuercen por un instante antes de ser engullidos por el cortejo caníbal de los innumerables mensajes que se suceden en sus incontables apps. Como glosas expurgadas, cenicientos hasta en su incitación al carpe diem, no animan sino a que cada cual olvide el alma vendida, aplaque el seso y dormite, cegando cómo se pudre la vida, cómo se aclama la muerte, tan aullando; qué rápido su placer, cómo calcina seguro su sopor; cómo, a todo su temer, cualquier tiempo futuro será peor. Ubi erunt?

23/5/19

Me gusta cómo suena.


Aunque denota afectación excesiva incluso entre filisteos, esta expresión, irritante como pocas, cubre la amplia gama de superficialidad que degrada al instante cuanto de honesto e íntegro pudiera quedar en una propuesta. Considera, con glotonería, la sensiblería más perezosa la cima de su agudeza intelectual. Tiene en tanta estima la precisión de su oído que se dejaría arrastrar por una melodía como las ratas desfilan tras la tonada organillera de un flautista. Escucha cualquier argumento como si fuera el hilo musical de un centro odontológico que hubiese adoptado el ritmo que imprime un cuenco tibetano al tecleado de Erik Satie. De buen tono, calcula mediante intuiciones. Confunde a mala conciencia los principios con su precio aproximado, descontado el margen de beneficio. Su sentimentalismo balbuciente, no exento de un quirúrgico minimalismo, anula con precisión el esfuerzo de armonizar en un tono superior esas primeras notas exploradas tentativamente. No puede soportar que una idea madure por su propia cuenta. Antes de que acabe de germinar, la expropia con sonrisa satisfecha. Sólo exige que le recorra un cosquilleo relamido mientras planea cómo, poseída, la podrá prostituir a placer. Con el sonido de un acrónimo bursátil alcanza la más acordada esfera de sus intereses.

15/5/19

La banalidad del mal.


La doblez lingüística de nuestro tiempo ha prostituido este sintagma que definiera la imperdonable estupidez criminal. De concepto descriptivo se ha convertido en una etiqueta para designar torpes y grotescos comportamientos de garrafón. Mientras adopta su impúdica pose de celestina remendona y zalamera, el filisteo quizás atisba en su acepción exacta la denuncia de su implacable impersonalidad. Procede, pues, a desactivarla con melosa entonación, a fin de ocultar que en la maldad humana le resulta intolerable su (in)sustancialidad, brutal e inmediata. Procura imponerle una trivialidad que la revista de insincero interés. Se sentiría así eximido de asumir la responsabilidad de combatir el horror que no le conviene o que le beneficia. Con gesto ofendido y solidario, banalizará el mal como esa anécdota de mal gusto cuyo relato otorga, junto a la superioridad moral, una distinción estética. Sobre según qué situaciones se cuidará de pasar de puntillas, sorteando la acusación de insensibilidad. Si pudiera diagnosticarlo a su medida, el mal debería pasar por una disfunción más o menos duradera. De lograr que fuera realmente banal, se volvería innecesario, irrelevante y, en suma, prescindible. ¿Acaso a un filisteo no le espanta más un gato ahorcado que la decapitación de un cristiano?

7/5/19

Incendiar las redes.


En el mundo instantáneo, irresponsable, de la comunicación egotista, estúpida, las redes sociales propagan toda suerte de virus retóricos con entusiasmo macilento. En lugar de carcajadas sardónicas y mordaces réplicas, se multiplican como la más aguda de las respuestas las mayúsculas, los emoticones naífs y las etiquetas elementales. Los gestos patibularios se condensan en los anglicismos de hashtags, troles y trending topics. Ni siquiera el insulto más soez puede ya contar con movilizar hordas de likes y retuits, a no ser que incluya la muestra más patética de su vulgaridad y de su odio a cualquier atisbo de ambigua inteligencia. Como las nuevas aplicaciones son un espacio del libertinaje más espantoso y menos refinado imaginable, la censura debe ejercerse con férrea indeterminación. Se bloquea y se denuncia una cuenta como si se la arrastrase a un descampado para apalearla y violarla. Con impunidad pornográfica, jaleada por multitudes pseudónimas que emiten penosos chascarrillos, hasta las buenas intenciones y los sentimentalismos más atroces campan por un paisaje, más que infernal, de mercadillo medieval. Diseminada la locura, se incendian a rachas virtuales las redes como Roma ardía al son de la cítara desafinada de Nerón. Su brujería atónita ajusta cuentas con el futuro.