Ante
las polémicas de «género» que nos sacuden diariamente, observo con claridad
aterrada que no nos encontramos ante los albores de una nueva época, transhumana, rodeados de secuaces de
Prometeo a punto de robar el fuego de dios(@s) para entregárselo a los hombres
(y hasta a cuarenta y tantas identidades más, que no naturalezas), sino ante la
repetición escatológica de la escena del
conocimiento del bien y del mal en el Jardín: «seréis como Dios». A
Nietzsche, que juzgaba un malentendido cualquier moral que predicase el perfeccionamiento,
le habría enorgullecido -y enojado- saber que su diagnóstico profético ha
empezado a prescribirse con implacable aristocracia. Comoquiera que nuestra
época quiere librarse de Dios negando, con el género, la gramática de la Creación,
nuestras democracias han decidido imponer como ley a las mayorías el instinto
de unos pocos. Su lema soberano, demoníaco, es la respuesta desafiante a la voz
de la Zarza Ardiente: Yo soy el
que no soy. Abismales, se dedican a borrar con amoniaco el peso irrefutable
de nuestra Caída. Puesto que la felicidad se identifica con el instinto, hoy en
día el Ser debe re-presentarse en las
Redes Sociales, en el Quirófano y en el Registro Civil.
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