Este
grito de guerra, bárbaro, casi un aullido, ha convertido el vientre materno en
un espantoso campo de batalla. Tras todo embarazo se adivina una violencia
original, una condena, una opresión. El aborto, como arma de destrucción
individualmente masiva, es ateo. Fomentarlo sin tapujos sanciona un ajuste de
cuentas primordial, social, que debe parecer lo más benevolente, compasivo y
aséptico posible. Liberador sexualmente, en suma. Sádico, antipatriarcal, su
coherencia es aterradora. Tras despojar al hombre de su responsabilidad marital
y paterna y a la familia de su función natural y cultural, solo, al fin, el
cuerpo de la mujer, como un signo despojado de significado, mercancía sujeta al
precio de un mercado que debe ser regulado, funda el altar de un sacrificio
infernal ofrendado al eficaz Moloch del materialismo económico. En un sentido
escatológico, alumbrar se vuelve sinónimo de defecar. Reducida a cenizas, la
vida humana no escapa ni a la cuna ni a la tumba. Moloch introduce las garras
en sus entrañas para robarle su imagen divina. Arrebatada así la espada
flamígera al querubín del Paraíso, con sus chispas l@s bacantes que enarbolan
el estandarte de una decisión paritoria prenden fuego a la Creación entera.
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