La
vida ya no es un don, sino un objeto que merece ser vivido o no. Lo sustantivo
ha periclitado. Sólo queda la acción. Si no puede ser disfrutada, apurada,
rebañada, mejor es desconectarla. El aborto o la eutanasia se convierten en
actos de bondad. Es lo que pasa cuando se abandonan los principios, por
dogmáticos e intolerantes, y se abrazan con fruición los valores, por flexibles
e intercambiables. Suben o bajan en función de los criterios de utilidad, que
no son sólo económicos sino también políticos y estéticos. Ancianos y niños
pueden aumentar las necesidades laborales y la creación de infraestructuras
educativas y sanitarias, así como incrementan exponencialmente, sin cuidados
paliativos recíprocos, el gasto público. Si es un pago a saco roto, aparte de poco
productivo, suele incluir el engorro molesto de la fealdad inacabable. Los
comités de ética, que están al servicio de la investigación biomédica, discuten
sin cesar, caso por caso, cómo evitar que el ¡hurra! del descubrimiento no
acabe en un gallo de terror. La categoría -la vida- se convierte en anécdota y
la anécdota -a cuál más espeluznante- en la categoría -la muerte-. Vive la vida
o muérete, que te ayudaremos.
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