Dado que
nuestra sociedad de filisteos envalentonados desecha la búsqueda de la verdad con
gestos de hiena condescendiente, como si se tratase de una pretensión intolerante
e intolerable, pero todavía legal, se entrega con exasperación bélica a tener
siempre razón. Gritos, aspavientos, sonrisas o sofismas no son ya efectos
retóricos para la puesta en escena de una discusión sobre puntos de vista
contradictorios. Son de hecho las pruebas que (in)validan cualquier argumento. Es
necesario que las posturas sean irreductibles y, si son radicalmente inconciliables,
mejor. Se podrá así demostrar la disponibilidad a no parar de hablar hasta
agotar la paciencia del contrincante. Se llama a esta técnica diálogo. Como la capacidad de
resistencia suele estimularse por medios artificiales -porque la naturaleza es
una mera construcción tan artificial como el artificio al cuadrado de nuestra conciencia-,
el acuerdo razonable suele ser una
tregua que difiera inacabablemente el comienzo de nuevas escaramuzas en forma
de interpretaciones. No es extraño que a los populismos y otros milenarismos les
repugne el pasteleo de los pactos. ¿A qué compromete jurar? ¿Qué certeza asegura
la promesa? Como dijo Goethe, en el principio era la acción. Destronada y
esclavizada, la palabra satisface sus orgías.
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