¿Quién
le habría dicho a Juan
Ramón Jiménez que su esencia consciente, que quería ser una y la de todos,
quedaría reducida, dios suyo, al password
de una epifanía total, alibábica? Cuando no quieres ser hijo, ni padre ni
hermano, acabas pagando las birras de algún gigoló cuya profesión se pronuncia
con un anglicismo. La transparencia es la profesión de fe de los súbditos de las
tinieblas. La transparencia es a la cultura lo que la pornografía al erotismo.
Al Dios de Abrahán, Isaac y Jacob no se le podía ver cara a cara, sino en enigma,
dentro de una nube que no se sabía, al límite de una noche oscura. Su siervo
era iluminado en la conciencia de su desolación. El procedimiento que borra el misterio, que pone al
descubierto la vergüenza de su necedad y su desnudez, la transparencia, ese dios,
la transparencia, educa en la adquisición de las competencias transversales del
cinismo y de la lascivia. Registra con exactitud el ruido tan
triste que hacen los cuerpos cuando se aman a sí mismos. Les concede el
derecho a emitir sin interferencias el ritmo opaco de su individualidad
coronada como afirmación de la nada.
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