Quien quiere sosegar y animar a la desorientada
hinchada que ve cómo su equipo va perdiendo, suele formular,
con un rictus de ansiosa impaciencia y con desparpajo proactivo, su convencimiento
maravilloso de que, tras los obstáculos y las derrotas, amanecerá una noche más
larga. De tan evidente, la metáfora deportiva, aplicada a cualquier situación
competitiva, esconde una inquietante intelección del tiempo en nuestra sociedad
filistea. Borrando cualquier rastro de finitud, se pospone a un límite
inacabado el consumo de una eyaculación frustrada que, mientras se retiene,
poluciona toda su atmósfera. Oponerse a tal muestra de voluntarismo errático es
sinónimo de derrotismo y alta traición. Basta confiar ciegamente, de manera que
si el resultado final es adverso se impone depurar las responsabilidades de haber
defraudado las ilusiones convenientemente inducidas de la turba. De tan
abstractas, de sus consecuencias sólo se salvan quienes hayan dejado su piel en
el campo, se hayan vaciado o lo hayan dado todo. Si por casualidad el resultado
es favorable, quedará demostrado que todo es posible a quien cree con fe ciega y
que, por tanto, cabe depurar a quienes han cometido el error de estar en desacuerdo.
Al fondo emerge, infecto, cómo manejar los
tiempos.
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