Entre
los acelerones que dan a las ciencias un aire adelantado de zarzuela bárbara,
la concepción filistea del tiempo ha logrado manufacturarlo como una papilla
amorfa, kantianoide e indeterminada, que se moldea en series televisivas. En ellas se
proyectan, con efímeros destellos, el sinsentido de instantes siempre por
rehacer. Como no hay nada que esperar, se especula con irreales inversiones de
un futuro social a (des)crédito. Como no hay nada que recordar, se sancionan
las leyes políticas de la desmemoria pasada. Como sólo bastan el poder y el
dominio, no el honor ni la gloria, el presente se va (des)tejiendo a golpe de
látigo en este circo posthistórico de tres pistas. El más difícil todavía es un
salto retardado, a cámara lenta, agonizante su desenlace, siempre pospuesto a
la anestésica decisión tomada en la siniestra sala de montaje de los gabinetes
de comunicación. Cualquier atisbo de conciencia moral es declarado públicamente
inexistente. Como si fuera el transgénico de nuestra finitud, al negar que el
tiempo huya ya irreparable, triunfa, ahíta y prostibularia, una retórica de los
sentimientos, pegajosa, que infecta la inteligencia de cuanto toquetea. Entre
sonrisas cómplices se mercadea, por fin, con el Apocalipsis.
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