De
las memorables citas que los filisteos enumeran con su cultura trivial,
aprendida en la lectura apresurada de sus mandarinescos periódicos, la de apelar
a la historia está cayendo en desuso a ritmo acelerado. Escrita obligatoriamente
con minúscula, con tal de que sirva de justificación a la práctica de cualquier
majadería política y social que se pueda haber tramado, su mención todavía usufructúa
cierta grandeza impostada que compense el raquítico enanismo intelectual de
nuestra época. Es preciso adaptar su contenido a los tiempos. A fin de cuentas, términos como historia y
magisterio están ya amortizados por elitistas y retrógrados. Democrático e
innovador es usar perífrasis confusas y maquinales donde el sentimentalismo
zafio adquiera la agresiva respetabilidad de una nueva ciencia que lleva por
nombre el de Metodología. A la historia la ha sustituido la “memoria” histórica
con sus cursis y didácticas leyendas sobre hechos verdaderos y despiadados. Además
de no estar autorizado, nadie debería tampoco atreverse a profesar disciplina alguna que no se limite a aplicar, automáticos,
los puntillosos y perezosos protocolos diseñados para que los “agentes docentes”
desplieguen su (in)competencia. Parece mentira tener que recordarlo: sin
Tradición la vida -el Espíritu- se ha extinguido. Adánicos, nos chutamos experiencias.
La única memoria histórica que merece tal nombre es la que rescatan los historiadores rigurosos, concienzudos, trabajadores, que hacen leguas buscando documentación. La otra (si tuviera memoria prodigiosa citaría aquí un párrafo de Tony Judd que lo dice de modo clarísimo), la que usan los partidos políticos, es memoria-ideología histórica siempre, parcial siempre, interesada siempre, es decir, stricto sensu, memoria no-histórica.
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