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una corta serie, dispersa y arbitraria, sobre locuciones latinas que, tras ser
sobadas y prostituidas a fondo, empiezan a quedar herrumbrosas. No hay que
olvidar que, en sus ratos de ocio, al filisteo le agrada practicar con la
cultura el proxenetismo. Con tanto trote el mundo clásico ha quedado, como el
juego del bridge, un tanto demodé. Sus pretensiones suelen ser tan
absurdas como para sostener que la observación empírica de la realidad obliga a
atenerse a su verdad. No obstante, al filisteo le gusta emboscarse en los
lugares comunes para deformar y corromper cualquier rastro de bien que les hubiese quedado adherido. La belleza, si no es kitsch, le pone histérico. Hábilmente
niega la negación para colar como verdad la imposición de su voluntad. Primero
rebaja a minúscula, despersonaliza, la divinidad. Después la reduce a atributo
por medio de una analogía facciosa. Si la voz del pueblo es la de un dios al
que se entierra en una urna, el pueblo es un dios, impotente y descreído, que
susurra oracularmente enigmas en forma de votos. ¿Quién es su Sibila, su
Profeta? El Empresario audiovisual que atiborra la laberíntica boca de nuestro
Minotauro.
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