Lugar
común de la hipócrita (in)dignidad de los viejos filisteos, esta frase
aristotélica ha sido fregada con lejía, a toda velocidad, desde la irrupción
papanatista de la posverdad. Nada más antipático que anteponer la realidad a la
falsedad de las emociones. A fin de cuentas, ¿de verdad cree alguien todavía en
la amistad? Amigo de uno es quien asiente a su última ocurrencia o a quien se
jalea cualquier gilipollez que confirme los propios prejuicios. Baste leer los
grafitis que pintarrajean en el muro lamentable de las redes sociales quienes,
ufanos, exigen de sus “amistades” que demuestren su adhesión personal mediante
la inmediata reproducción de sus cándidas intenciones o que, directamente, los
borren como tales seres virtuales si no están de acuerdo con sus tiznadas
posturas. Los profetas de la (pos)verdad suelen adoptar la pose de virgen
violada en una película de porno sadomasoquista sórdida y vieja.
Gimotean entre sonrisas ininterrumpibles o sonríen entre lloriqueos onanistas. A
la verdad su nauseabunda cursilería la da por amortajada. De sus amigos
platónicos reclaman los aplausos enlatados de una ética toda a un euro. Mala,
fea y cara. ¿Qué les queda? Entretener, tiránicos, su despiadado aburrimiento.
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