En
una de sus más exquisitas paradojas autocontradictorias, de aquellas que aún
apestan con el tufo caro de la hipocresía filistea más refinada e innoble, el
monstruoso Leviatán posthumano que empieza a asomar sus pezuñas sobre nuestras
conciencias cataloga de acoso cualquier injustica que pueda ser reducida, sin
concesiones en su aplicación, al absurdo y a la arbitrariedad. Lo importante es
que nadie pueda sentirse ya a salvo. Extrema hasta sus límites más represivos
el principio de todo nominalismo. Cada caso no es sólo universal sino
universalizable. Basta apropiarse de los residuos semánticos y cognitivos de
las palabras en ruinas. El Estado legisla qué debe entenderse por “minoría” y ejecuta
qué “mayoría” se ha de respetar. Cualquiera que oponga resistencia a la
imparable sordidez que no ceja de alentar cualquier comportamiento que pueda a
su vez condenar es apaleado, encapirotado y arrastrado entre festivas palmas sadomasoquistas
por las plazas virtuales. La tiranía de la democracia no consiste en el dominio
de la estadística, sino en la construcción de procesos autovictimarios. Puesto
que la regla es la desviación, toda desviación de la regla debe ser castigada excepcionalmente para confirmarla. Homo et
mulier mulieri et homini lupus lupaque sunt.
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