De
niños, torpes, reclamábamos repetir la partida o la jugada pifiada. Insistíamos
con mil y una excusas que, al exonerarnos de nuestros errores, exigían como
rescate la repetición. La
condescendencia ante la imperfección calmaba el terror de la finitud. En
cambio, el axioma implacable de nuestra madurez niega que nada sea, técnicamente, irreparable o, más exactamente,
irreemplazable. A ninguna elección se le reconoce la posibilidad de la equivocación.
Como ningún acto posee moralidad, toda moralidad consiste en reconocer el
acierto de cualquier decisión. Cuanto más inciertas y arbitrarias sean sus
normas de ejecución, menos responsables resultarán sus consecuencias. Sólo lo
desplazado, lo indeterminado, lo dislocado anestesia, momentáneamente, la
angustia desdibujada de nuestra identidad. Inversamente proporcional, para
mantener a raya los peligros de tal jungla social, debe multiplicarse
exponencialmente toda suerte de casuísticas que recojan y legislen hasta el más
mínimo detalle. Toda situación no catalogada es el reino de la libertad
absoluta. Es preciso articular los procedimientos que garanticen su réplica, es decir, su reversibilidad
completa, como si en la realidad nada nunca pasase. La define esa siniestra y
mecánica expresión de poner el contador a
cero, sea con la familia, las deudas o la misma vida.
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