Esta
repugnante etiqueta que ha babeado por las fauces de cualquier ogro biempensante
es un típico subproducto del puritanismo protestante más descreído e implacable
y, por ello, más exportable y nominalmente universalizable. En su ruta al
triunfo absoluto ha dejado atrás incluso aquellos gallos aflautados que
soltaban sus adoradores cuando, con un guiño de aparente malicia adolescente,
aseguraban que, en cualquier asunto intrascendente, se permitirían opiniones
políticamente incorrectas. Este
excusable subterfugio retórico, en forma de lítotes, ha sido también prohibido.
En el despliegue absoluto de la Memez más ruin y totalitaria no existe espacio
para esas bromas que nadie debe entender.
En primer lugar, se deben erradicar los comportamientos y las actitudes que
pudieran catalogarse como discriminación. Como una marabunta, la casuística
resulta infinita. En cumplimiento de esta fase de deforestación moral, ha sido
preciso sustituir “sexo” por “género” y eliminar “opinión” en beneficio de “orientación
sexual”. Corresponde a continuación proceder a extirpar cualquier término
discrepante. Amorfa por poliforme, sólo pueden funcionar tautologías
abstractamente autocontradictorias. Por ejemplo, la diversidad ha de ser
inclusiva. Se logra entonces recluir la espontaneidad en una absoluta
inmediatez disciplinaria. Toda la ley se encierra en estos tres mandamientos:
no hacer, no decir, no pensar.
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