Es preciso
insistir que la muerte del concepto político y estético de representación no
inaugura sin más una etapa transhumanista de la historia, ni tan solo suspende
el duelo de su decretado y totalizante final. Tanto más incierto y peligroso es
el tiempo que se avecina cuanto más recubren su realidad las nociones tuneadas
de una ultramodernidad demenciada. Puede advertirse también el funcionamiento
de su lógica de la no no contradicción
bajos los efectos dinámicos de una retórica psicótica. En tanto que la
naturaleza no es sino una construcción cultural, la disociación perceptiva de
la realidad se articula mediante defensas maníacas y narcisísticas que
enfrenten sus ansiedades histéricas de desorganización política y social. Sobre
los conceptos de nación, género y religión toda suerte de terrores permite proyectar
la aparición de recurrentes alucinaciones visuales y auditivas basadas en la
estetización onírica del pasado: cazas de brujas, campos de concentración,
paraísos sin clases. Las víctimas, afónicas, son convocadas en ejercicios
ateosóficos de ventriloquía populista. Nadie puede hablar en nombre de ellas
porque ellas “les” hablan mediante su voz interpuesta. A salvo en el guirigay de sus
deformados ecos, la locura prologada sería tan sólo un sueño. Y sus heridas
morales, una fantasía.
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