8/2/19

Dar voz a un colectivo.


Es preciso insistir que la muerte del concepto político y estético de representación no inaugura sin más una etapa transhumanista de la historia, ni tan solo suspende el duelo de su decretado y totalizante final. Tanto más incierto y peligroso es el tiempo que se avecina cuanto más recubren su realidad las nociones tuneadas de una ultramodernidad demenciada. Puede advertirse también el funcionamiento de su lógica de la no no contradicción bajos los efectos dinámicos de una retórica psicótica. En tanto que la naturaleza no es sino una construcción cultural, la disociación perceptiva de la realidad se articula mediante defensas maníacas y narcisísticas que enfrenten sus ansiedades histéricas de desorganización política y social. Sobre los conceptos de nación, género y religión toda suerte de terrores permite proyectar la aparición de recurrentes alucinaciones visuales y auditivas basadas en la estetización onírica del pasado: cazas de brujas, campos de concentración, paraísos sin clases. Las víctimas, afónicas, son convocadas en ejercicios ateosóficos de ventriloquía populista. Nadie puede hablar en nombre de ellas porque ellas “les” hablan mediante su voz interpuesta. A salvo en el guirigay de sus deformados ecos, la locura prologada sería tan sólo un sueño. Y sus heridas morales, una fantasía.

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