Redundante, esta
ambigua expresión jamás fracasa en sus resultados ni en sus objetivos. Plantea
la acción política en los términos sinuosos que desborden cualquier apariencia
educativa, por el sinsentido al que ha reducido cualquier atisbo de
responsabilidad. Representa el índice más depurado —y, por ello, más perverso— de
infantilización de la sociedad. No forma la opinión pública a la que invade
hasta en el último trastero de su intimidad. Ni tan siquiera la informa. Mediante
la forja múltiple de sus orgullosas identidades artificiales, la chantajea a su desemejante imagen. Tiene por una de sus misiones principales tramar los
métodos que permitan conducirla al callejón sin salida de la obediencia
perfecta: anticiparse voluntariamente, por aclamación plebiscitaria, a los
deseos fugaces de sus efímeros líderes. En lugar de rigor y exigencia, le
propone la entronizada diversión de su estupidez. Nada gana sino la plusvalía
de hacer perder. A más estúpido, más malvado. A menos inteligente, menos
incauto. Como a Pinocho, lo invita a aventurarse por el país de los juguetes: Twitter,
Instagram, Telegram, Tinder… Conectados como apéndices de la red, en el
instante eterno que ofrecen sus compulsivas aplicaciones al tacto digital,
logramos metamorfosearnos, ¡por fin!, en escuálidas marionetas. Lasciamo ogni speranza.
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