Que la academia
haya asumido este sospechoso anglicismo obliga a atender entre
las líneas de su definición las vías que unen el poder causativo que permitía
apoderarse, individualmente, de cualesquiera bienes con el poder locativo que
usurpa en nombre propio la fuerza que se dispensa, con gentileza progresista, a
un grupo desfavorecido. Quizás no sea casual que, entre sus acepciones
cruzadas, se prodiguen sus sendos caracteres pronominales y desusados. Es
comprensible así la resistencia académica, casi reaccionaria, a admitir el
único uso recto del dichoso verbo: el reflexivo. En su transitividad conserva
un residuo que sólo puede juzgarse intolerable y hasta escandaloso en sentido
estrictamente democrático: nadie
puede ni debe ser autorizado a representar a quienquiera que le otorgue su confianza.
En ese caso, empoderar podría entenderse como la cesión del derecho del que,
histéricamente, se carece debiendo poseerlo. Al contrario, cada cual debe empoderarse como un dios caído alarga la mano al fruto del árbol del conocimiento o a la
quijada del asno. Byroniano, Lucifer confesó su sentido final a Caín: aspirar a
ser lo que nos hizo y no habernos hecho lo que somos. Cauterizada la marca, es
posible afrentar impunemente nuestra naturaleza. ¿Sois felices? Seremxs
empoderadxs.
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