En
torno a este fundamento del orden liberal han establecido asedio las mesnadas
de un nuevo orden mundial que pretende restaurar la ordalía como la prueba
básica e incontestable del juicio del transhumanista Baal. El acusado ha dejado
de ser estrictamente inocente hasta que se demuestre lo contrario. Tampoco es
de entrada culpable. Debe habitar la enloquecedora inquietud de su presunción.
¿Es o no es culpable? Como un sambenito se le asigna el rótulo de presunto inocente. La maquinaria de la
acusación, sólo por haber sido puesta en marcha, prueba el delito ejecutando el
castigo. No importa la verdad o la razón del cargo, esas serviles y tímidas
concesiones burguesas de las que el filisteísmo disfruta deshaciéndose. ¿Dónde
mejor puede probar la renovada eficacia de los cepos, las jaulas, las rastras o
las mordazas aceradas que en las raíces de la existencia humana: la sexualidad
y la muerte? Sin padres ni hijos, culpables por serlo, sólo queda ardiente la
fraternidad en el crimen, estéril y libertina. En la colonia penitenciaria,
entregada a la vigilancia más exhaustiva y a la denuncia sistemática,
arbitraria o no, merecerá tatuarse en la piel de los convictos, como recordatorio,
el peor delito: “Sé justo”.
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