Indefectiblemente,
quien pronuncia esta exclamación con laica indignación, ha sostenido
simultáneamente que no existe «choque de civilizaciones», que es preciso no
criminalizar a ningún grupo y que una sociedad democrática acoge respetuosamente
la pluralidad cultural y religiosa. Quien no es talibán considera que profanar
una iglesia -y quien jura por las ofrendas, jura por el altar-, aun no siendo
recomendable, es un ejercicio que nos sitúa delante del debate sobre los límites
de la libertad de expresión. Según su ponderado punto de vista, es preciso
revisar y adaptar de acuerdo con el marco de un estado aconfesional, entre
otras costumbres, la celebración de la Navidad o la Semana Santa,
mientras condena con firmeza cualquier provocación contra las prácticas y las
celebraciones de otras religiones. Como se sabe, los sacerdotes católicos son pederastas
potenciales; los imanes, potenciales agentes de la paz. Lo que en Mondragón
llegó a ser intolerable, en Gaza es desgraciadamente comprensible. Los judíos
son también talibanes. Lo importante es no confundir a los talibanes con los
talibanes, no sea que en la época de las
incertidumbres alguien siga atreviéndose a mantener en pie el principio de no contradicción: la familia, la
propiedad y la libertad sin adjetivos.
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