La
derivación verbal del sustantivo misericordia, que se ha puesto de moda en
ambientes eclesiásticos como el criterio sumo de la solidaridad -jamás caridad-
fraterna, resulta inquietante. La misericordia pierde su existencia individual,
independiente, su existencia encarnada, para convertirse en pura tensión,
acción voluntarista, que impone de una manera neurótica y sublimada el carácter
posesivo, clerical, inseguro, de quienes dudan de la eficacia integral del
anuncio evangélico. No se trata ya de practicar, por ejemplo, la misericordia
de enseñar al que yerra, sino de misericordearlo
en su error. Un eslogan populista
podría rezar así: vuestra miseria es nuestra riqueza. Cuanto más grande sea
vuestra caída, más generosos podremos sentirnos. Como suele suceder con estos
neologismos, que actúan como un búmeran semántico, habrá que echarse a temblar:
si Dios nos misericordease, ¿quién
podría resistir tal juicio? La misericordia, como la justicia, es un efecto de
la gloria de Dios, no su causa. Dios no es admirable porque sea justo y
misericordioso, sino que su misericordia y su justicia muestran su extrema bondad.
En caso contrario, Dios no sería sino un autócrata que gobernaría a golpe
blando de las Tablas de la Ley o, en su defecto, del Código de Derecho
Canónico.
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