Consumación
apocalíptica del cartesianismo, el cuerpo ha quedado reducido a la condición de
(sucio) objeto que se manipula y se metamorfosea, elástico, hasta hacerlo
irreconocible, desencarnado. De hecho,
la biopolítica sostiene la necesidad de profanar –de negar- cualquier atisbo de santidad que pudiese quedar en él. No
hay más yo que la cosa que piensa cómo
reducir a extensión ilimitada ese adminículo que uno posee y del que se siente,
por naturaleza, humillantemente enajenado. Sólo sometiéndolo hasta su
aniquilación puede calmarse la sed sangrienta y enloquecedoramente solitaria de
esos infectados titanes que quieren restaurar el reinado de su Caída. El fiat original modelado con arcilla y
animado por el soplo del Creador devuelve, nítida, la agresiva imagen de
demonios que desean borrar cualquier traza que les recuerde que la
eternidad sostiene el instante de su condena –o de su salvación. Al mirar su
rostro en el espejo de la creación observan un espantoso vacío. Como César en
el circo, el pulgar de su capricho arranca al Hijo de los vientres maternos -o
lo encaja de alquiler- y trastorna la identidad del Padre, mientras,
enfebrecidos y embriagados de orgullo, preparan el asalto final a la fortaleza
del Espíritu.
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