26/6/17

Con mi cuerpo hago lo que quiero.


Consumación apocalíptica del cartesianismo, el cuerpo ha quedado reducido a la condición de (sucio) objeto que se manipula y se metamorfosea, elástico, hasta hacerlo irreconocible, desencarnado. De hecho, la biopolítica sostiene la necesidad de profanar –de negar- cualquier atisbo de santidad que pudiese quedar en él. No hay más yo que la cosa que piensa cómo reducir a extensión ilimitada ese adminículo que uno posee y del que se siente, por naturaleza, humillantemente enajenado. Sólo sometiéndolo hasta su aniquilación puede calmarse la sed sangrienta y enloquecedoramente solitaria de esos infectados titanes que quieren restaurar el reinado de su Caída. El fiat original modelado con arcilla y animado por el soplo del Creador devuelve, nítida, la agresiva imagen de demonios que desean borrar cualquier traza que les recuerde que la eternidad sostiene el instante de su condena –o de su salvación. Al mirar su rostro en el espejo de la creación observan un espantoso vacío. Como César en el circo, el pulgar de su capricho arranca al Hijo de los vientres maternos -o lo encaja de alquiler- y trastorna la identidad del Padre, mientras, enfebrecidos y embriagados de orgullo, preparan el asalto final a la fortaleza del Espíritu.

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