El principio
civilizador de la lealtad mutua, que ha fundado el espíritu y la norma de
cualquier grupo humano digno de sí, rezaba para cada individuo de este modo: “Como
soy singular, deseo ser tratado como uno más”. En compensación, la mediocridad
siempre había reclamado el ejercicio del privilegio. Fuera de sí, el
igualitarismo moderno invierte la fórmula. “Como eres uno más, tienes derecho a
ser tratado como un ser singular”. El privilegio se vuelve un derecho a fin de
arrasar cualquier atisbo de igualdad natural. El antielitismo cultural elabora
sin desmayo taxonomías más y más detalladas que hacen imposible la afirmación
de la personalidad propia. Todo está catalogado, clasificado y disecado. La reivindicación
de una soberanía histérica no tiene otro fin que calmar el espantoso vacío de
la proscripción de toda identidad. Como no eres nada ni nadie, asume el género,
la religión o la nación que quieras crearte y que, de inmediato, pasará a
engrosar la inacabable lista que justifica la gestión de los enloquecidos
mundos paralelos que encubre el atroz término de repositorio. Cuantas más
alucinaciones proyectes en forma de realidad, más nivelado estará el mundo.
¿Qué otra cosa es la (in)justicia relativa sino la (des)igualdad absoluta?
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