Es
obligación de cualquier revolucionari@ actual mostrar, desinhibida y descarnada,
su mejor sonrisa de hiena. Con ella en la boca debe repartir públicamente entre
sus secuaces falsos y estrechos abrazos, darles profundos y traidores besos,
hacerles carantoñas infantiles y obscenas y, en fin, magrearl@s soezmente.
Reivindicará así con el ejemplo el carácter revolucionario de la nueva sonrisa. Hay que abandonar, por
fascista, la puritana idea de que en política la sonrisa es una máscara cínica para
esconder cualquier atropello a la dignidad y a la honradez. La nueva sonrisa es un arma cargada de
presente. La sonrisa no justifica la injusticia: revela su justicia. Por sí
misma es una canallada que merece perpetrarse contra el adversario, sea enemigo
o amig@. Como el personaje de Borges, tal revolucionari@, cuya voluntad es
praxis, desea que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Su
sonrisa, pues, debe intimidar. Revolucionari@ sonriente, no tiene por qué
reconocer ningún error. Como abanderad@ del (des)orden de la no no contradicción, sabe que todo error
es históricamente una verdad revolucionaria que le conviene y que le reconforta,
especialmente por el sufrimiento que puede llegar a infligir en la chusma que vibra
o no, todavía, con él.
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