Resultaría
divertido e irresponsable poder ejercer literalmente este lugar común que los
filisteos pronuncian paladeando su vergonzante superioridad moral.
Como la determinación de la verdad o de la falsedad de cualquier opinión, por
no decir de cualquier ocurrencia, es de por sí irrelevante, se protegen de sus
consecuencias sancionando legalmente su uso represivo. A estos efectos, la posverdad aplica con cínica exactitud
pragmática el principio clásico de la inversión lógica. Puesto que todas las
opiniones son respetables, ninguna opinión es no respetable; como ningún no
respetable es opinión, todo no respetable es no-opinión. Es decir, es una
provocación, un delito, un crimen. La vaharada moralista se aproxima entonces
como una nube tóxica. Dado que la opinión es un derecho inalienable que garantiza
la consecución de la felicidad personal, el crimen debe estar motivado por el
odio contra ella. ¿Qué sino delinquir puede expresar quien, según la opinión
democrática ha decidido, odia? Y aquí triunfa esplendoroso el principio de no no contradicción: “toda opinión religiosa debería permanecer confinada en el ámbito privado bajo la atenta
supervisión de las potestades de este mundo”; “las opiniones de género deben invadir
el ámbito público bajo la atenta supervisión de las dominaciones de este mundo”.
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