Sólo
una sociedad que ha convertido la transparencia en el criterio tolerable y
absoluto de una objetividad negada a
priori puede aceptar, aunque sea a regañadientes, la profana catarsis regulada
del olvido digital. Como su atenuante, el ejercicio transparente, que es capaz
de reconocer y desactivar el tabú de la verdad, no cede en alcanzar su cénit
mediante la revisión denominada ciega y externa. Es simultáneamente rito y
procedimiento administrativo, a fin de que la representación de sus actos pueda
(des)legitimar mutuamente sus contenidos. Sólo puede impartirse la máxima
(in)justicia posible ante identidades borradas, en un implacable juego de asimétricas
correlaciones de fuerza (ir)racional. Es preciso que las redes sociales borren
el rastro batido de este nuevo medievo a los que las armaduras de alias y
sobrenombres apenas protegen de la devastación anónima de su criminal estupidez
lingüística. El olvido debería entonces procurar la descansada condena del
ostracismo, cuando sea ya demasiado tarde. La segunda oportunidad sería la
derrota que le librase a uno del obsesivo deber de relatar su (in)existencia.
Con alivio, con humillación, con terror, no comprendemos que somos los despojos
perpetuos, inconexos, del presente algorítmico en que se descompone la
apariencia (des)jerarquizada de nuestros sueños.
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