Como
insulto barriobajero el esputo fascistoide equivale, en términos zoopolíticos,
a los más directos y brutales, más clásicos, de “¡hijoputa!” o “¡cabrón!”.
Incluye siempre, más o menos latente, la fantasía de una amenaza de muerte que
presiona, psicópata, la impotencia del sujeto emisor. Escupida por un rufián,
al borde del síncope afónico, la exclamación padece una aspiración
consonántica, como si fuese el estertor de un enfisematoso. Con ronca y
entrecortada, espeluznante, entonación, arranca el largo gargajo hasta su lento
eco final: “¡Fa-ciiis-taaaaaa!”.
Entumecida por la furia, su expresión permite la alucinación de imaginarse un
digno partisano en vez de un mancebo de lupanar -o de partido político- que se
juega a los dados trucados la trágica pensión por crímenes milenarios, que fueron
y son como el ayer que pasó. Algo enigmático y laberíntico, vacío de cualquier
significación, cristaliza en tal explosión de rabia, de humillación, de odio. Con
una obsesión séptica se observa proliferar la infección hasta en los más
recónditos gestos. Si se conserva su memoria histórica, qué pureza. De sangre,
de fe, de ideología. Marranos, masones, malditos. Guerra sin cuartel hasta en
los cementerios. ¡Qué paz! Para no olvidarnos mutuamente, todos nos acabaremos
gritando a la cara: ¡Fascistas!
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