Y
tras Él el autor, el sujeto y, ¡ay!, el hombre. Todos con la máxima minúscula
posible, excepto su Nombre, despojado de cualquier atributo de majestad. Aún abrasan de rabia a la enfebrecida turba que, a gritos, reclama repetir hasta la
extenuación su embrutecedor linchamiento en efigie. Es preciso borrar todo
rastro de ser. Bramando, de la naturaleza debe extirparse hasta el
último vestigio de una chispa divina que pudiera seguir resistiendo el solipsismo
totalitario que, como un ídolo insaciable, devora profana la ofrenda de sí.
Sólo existe el yo como cuerpo,
individual o social. Hay que amputar, mutilar, raspar cualquier resto de pureza
original que permita reconocer una diferencia originaria, una alteridad
irreductible a infinita regulación. Prótesis, implantes y chips deben rebajar
la humanidad más allá de sí misma. Se prescribe el duelo como una orgía
ilimitada en la que cualquiera de sus miembros es intercambiable, reemplazable,
irrelevante. Todos son tú y tú eres nadie. Crear, dominar, engendrar han
sido clavados, fundidos, invertidos, en el árbol del conocimiento: destruir,
esclavizar, esterilizar. Forzado el querubín del Edén, la horda persigue
embriagada y desconsolada, alucinada, entre ruinas humeantes, el botín de un
jardín abandonado. De una tumba vacía.
Es pasmosa la lógica que preside todo lo que ha muerto después de la muerte de Dios que Nietzsche perpetró. Lo pienso y me digo: "claro". La cascada de muertes que tuvo lugar después avanzó implacable con una lógica absoluta. ¿Llegará el día en que un Nietzsche vuelto del revés diga: "Ha muerto el 'Dios ha muerto'"?
ResponderEliminarEs la tuya una pregunta pascual y, por tanto, escatológica, querido Jesús.
Eliminar"Dios se retira", dice Bloy.
ResponderEliminarDesesperado, el peregrino absoluto lamenta que se esté queriendo profanar el espacio que Bloy consideraba digno de la única nostalgia: el Paraíso.
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