En
bocas pedagógicas este sintagma alcanza proporciones espeluznantes y
apocalípticas. Mezcla la física nuclear y el economicismo más burdo a fin de convencer de la
espantosa bondad de cualquier esperpéntico experimento curricular a plutócratas educativos sin escrúpulos. Cuanto más escándalo suscite entre la afónica camada
académica, con más placer se enjarretará en forma de titulaciones y programas universitarios. Su jerga suele expelerse con un deje de cansada autosuficiencia, como una
evidencia inexcusable de la innovación, que es el término bajo el que los
posmodernos adoran hoy el ídolo del Progreso. En estricta lógica opera con la
inferencia según conversión simple: Ningún reaccionario es innovador; luego ningún
innovador es reaccionario. Satisfecha con pulcritud demagógica la garantía de
la impunidad, se puede proceder a la derivación de toda suerte de conclusiones no no contradictorias. Como toda masa física es simultáneamente política,
toda crítica política debe resultar
de un estado de aglomeración física que sea capaz de ahogar cualquier
disidencia no reglada. A niveles de rentabilidad alquímica la gasificación debe
liquidar, como una reacción nuclear en cadena, cualquier bolsa de resistencia
del sólido periodo glacial del humanismo embalsamado. Nada más innovador que restaurar la barbarie, pues nada resulta más indignantemente bárbaro que la
tradición.
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