En su
sentido literal no debería resultar extraño que quienes agitan la rechinante
etiqueta que nos ocupa profesen las más fanatizadas y viejunas justificaciones
de la opresión que los biempensantes han logrado tunear bajo el lijado código
de la ideología de género. Solamente unas fatuas
seculares pueden sostener, sin la más mínima vergüenza autocontradictoria y en
nombre de grandes vocablos usados como adoquines, la sumisión absoluta y la
obediencia enfurecida al ídolo que quiere usurpar la gloriosa majestad de la
Palabra hecha carne. Como demonios rabiosos, no pueden soportar sin aullar la
inmarcesible enseñanza de que sólo la filiación divina garantiza la autoridad
de la ley. A gritos exigen grabar a sangre y fuego -¡silencio, silencio!- en la
piedra de todos los corazones la sanción de sus vicios. Entre regurgitaciones
farfullan la más odiosa consecuencia de la apostasía: llamar paz a la violencia
y amor a las pasiones más desenfrenadas. Cualquier réplica que les contraríe es
de inmediato censurada, perseguida y descuartizada. Celebrar la muerte del
Justo por sus pecados es una ofensa imperdonable, mientras reducir a escombros
la verdad de la persona se vitorea con frenético entusiasmo. Han clavado la
Verdad en una Cruz y no soportan su Luz.
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