En el
sermón 72 al Cantar de los Cantares
san Bernardo de Claraval desplegó, majestuoso, la precisa extremosidad de su
arte retórica, mediante variaciones y derivaciones que disipaban la noche de
aquel mundo medieval con la fulgurante luz, escatológica, del día del Señor.
Inspiraba, espiraba, aspiraba cada palabra de sus espirales períodos. Respiraba.
En nuestra infame noche filistea, evaporado todo sentido religioso de una
gramática que ha sido herida por los tetánicos hachazos de la subjetividad más
tétrica, ha sido depuesto cualquier objetivo que no repte entre posiciones
escaladas -y conquistadas- a mediocres y brutales codazos. La caricia y el
gusto espiritual han sido proscritos por la pegajosa verbosidad que manosea y
lametea las deposiciones sentimentales más cursis. En los tiempos patrísticos
cada herejía dependía de dislocar una preposición sobre la Trinidad, la Maternidad
o la divina Filiación. Hoy la ortodoxia blasfema antepone cualquier
contraposición, cuanto más infectada mejor. Sus dominaciones y potestades, más
que manejar las piezas, procuran desplazar con el tablero las proposiciones que
fundan sus movimientos aleatorios e interesados. Insustanciales y crueles,
ciegan densas e impenetrables la aurora de la hora del Juicio, que ha sido suspendida
a divinis. Compone, sobrepone,
transpone todo sentido. En maloliente descomposición.
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