En el
entramado de cenicientos intereses que tejen nuestra sociedad necrofóbica y
calavera, este sintagma contiene una monstruosa e irónica contradicción en cada
uno de sus términos. Mientras considera antidemocrática e intolerable cualquier
norma que cohíba, indiscriminado, hasta el más vil de sus instintos, despliega
con afán bulímico exhaustos catálogos que reglamentan en detalle sus prácticas
aceptables, sin que dejen de eximir del cumplimiento de aquellas costumbres no
escritas que, por civilizadas, estaban grabadas en el corazón humano. Los
universales deben trocearse antes de ser empaquetados en forma de productos
financieros con los que se pueda especular piramidalmente. La ley divina,
desolada, resistía la desesperada brutalidad de nuestra condición caída ordenando
no matar, no robar y no mentir. Preservaba así los precarios límites de la
belleza, el bien y la verdad. En cambio, la ley filistea concede la absoluta y
degradada singularidad de deshonrar a padre y madre. Alquila los vientres y
codicia cualquier adulterio que corrompa la intimidad. A la mentira llama
fraternidad. Al expolio, justicia. Al asesinato, libertad. En esta cacofónica
torre babélica, que aspira a tapiar por completo los cielos, rige, aséptico e igualitario,
el Cortejo clonado de una desenfrenada Danza de la Muerte. Et pulvis reverteris.
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