Envuelta
en su pestilente nube de buen tono tramposo, nuestra sociedad filistea
escamotea su estupefacción ante la muerte con la máscara sacrílega del silencio,
como si cada desgracia fuese, por hábito inesperado, un cargante fastidio que
debería poder registrarse -y calcularse- en las asépticas celdas de una hoja Excel.
Como en un truco de prestidigitador metonímico, intercambia la carta de la
indiferencia con la del respeto. Con pomposas caras de condolencia, tasa el
duelo de los deudores en los sesenta segundos que identifican su concepto de
eternidad. Inclina la cabecita y arruga la nariz a fin de contener el bostezo
somnoliento y aburrido. Tiesa, cerúlea, dándose palmadas en el cogote
para que alguna lágrima arrase su mala conciencia, exhibe impúdicamente su
disposición a olvidar instantáneamente el rostro borrado de la víctima. Y a otra cosa, mariposa. Enardecida, sin
embargo, la masa sospecha el engaño. Con toda lógica no se resigna a dejar de
rugir. Escupe su amnesia. Primero estalla, histérica, en aplausos y vítores,
como la expresión de su impotencia escatológica. Después, tribal, inmemorial, sabotea
y profana con sus gritos el mínimo resquicio por donde, inaudible, cualquier
palabra pudiera unir la tierra de los muertos con Quien vive celestial.
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