7/7/18

Minuto cero.


Esta expresión insípida y monstruosa, engendrada de alquiler en alguna mazmorra de la inteligencia filistea, atenta por derecho contra las normas más elementales de la lógica. En su afán de remedar a cada instante la originalidad más promiscua debe contraer hasta el infinito, como un chicle elástico, el tiempo que se disuelve entre sus manos. Primero fue el año cero, más adelante el día, antepenúltimo es el minuto, antes que ningún instante pueda tomar el relevo de un nanosegundo. Subyace en su neutralidad un temor, de tan bélico, apocalíptico y virtual. Obsesionada por la profundidad geológica de la era cristiana, el neopoder no se conforma con travestirla; necesita su glaciación. Si el nacimiento de Cristo inaugura el tiempo escatológico de la humanidad redimida, marcada para siempre por la afirmación de la unidad, nuestra época replica, pagana y supersticiosa, cualquier cosmogonía cuya poética puede quedar reducida a las cenizas minimalistas de agujeros negros e hiperbólicas onomatopeyas paranomásicas como el big bang. El colmo angustioso de su felicidad consiste en que nada pueda ser todavía. Ni siquiera en potencia. Como un hongo atómico, aniquilará por eones hasta el recuerdo del concepto de Tradición. Emergerá intacta, inatacable, su mentira. Como un orgasmo retenido.

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