Esta
expresión insípida y monstruosa, engendrada de alquiler en alguna mazmorra de
la inteligencia filistea, atenta por derecho contra las normas más elementales
de la lógica. En su afán de remedar a cada instante la originalidad más
promiscua debe contraer hasta el infinito, como un chicle elástico, el tiempo
que se disuelve entre sus manos. Primero fue el año cero, más adelante el día, antepenúltimo
es el minuto, antes que ningún instante pueda tomar el relevo de un nanosegundo.
Subyace en su neutralidad un temor, de tan bélico, apocalíptico y virtual. Obsesionada
por la profundidad geológica de la era cristiana, el neopoder no se conforma
con travestirla; necesita su glaciación. Si el nacimiento de Cristo inaugura el
tiempo escatológico de la humanidad redimida, marcada para siempre por la
afirmación de la unidad, nuestra época replica, pagana y supersticiosa, cualquier
cosmogonía cuya poética puede quedar reducida a las cenizas minimalistas de
agujeros negros e hiperbólicas onomatopeyas paranomásicas como el big bang. El colmo angustioso de su
felicidad consiste en que nada pueda ser
todavía. Ni siquiera en potencia. Como un hongo atómico, aniquilará por eones hasta
el recuerdo del concepto de Tradición. Emergerá intacta, inatacable, su mentira.
Como un orgasmo retenido.
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