En la
cima expresiva de la fe cristiana, que se mueve, barroca, entre los claroscuros
tenebristas, santo Tomás adelantó, incierta, la mano hacia el costado que le
señalaba una mano traspasada. Tecnológica y disciplicente, pagada de sí misma, nuestra
sociedad da por amortizado, injustificable, el testimonio de la amistad y de la
confianza. Suspendida sobre la insegura demostración de la inercia democrática,
no cuenta ni siquiera votos sino sumandos abstractos, clasificados tétricamente
por nichos en el campolaico de sus
inversiones especulativas. Los asesores de comunicación deben entregarse, poseídos,
a las cifras de la estadística como los arúspices se lanzaban sobre las vísceras
de un ave. Hurgan en ellas según el tamaño de la muestra encargada, el color de
los gráficos que diseñan o la forma de los mensajes recalentados en sus
gabinetes. Aguzan el ingenio especialmente sobre el latido bilioso de la
marabunta que ruge tartamuda, expectorante, las consignas que amartillan mejor
sus estados de furioso (des)ánimo. Siguiendo las líneas de dispersión que las
plantillas y las fórmulas de sus programas informáticos trazan virtuales,
auguran las ambiciones y deslealtades de sus despiadados amos, iletrados. Sonrientes
y sudorosos, hechiceros decapitables, cotizan su esperanza en números volátiles.
Noli esse credulus sed infidelis.
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