El
adanismo tecnológico de nuestros comportamientos sociales y culturales, que
reproducen hasta la parodia los gestos más nimios de la naturaleza caída que ya
habían sido consignados en cada versículo de la creación del Génesis, siente
una adicción morbosa por pulsar cualquier botón de un dispositivo o una aplicación,
cuanto más lisos y relucientes, cuanto más parpadeantes, mejor. Ante la
pantalla en blanco, bloqueado, siente uno la tentación de reiniciarse. Ante
miles de copias de seguridad, protegidas por franqueadas capas antivíricas, uno
teme con enfurecida voluptuosidad que el reinicio despliegue una inmensa
planicie de signos incomprensibles. Histéricos, debemos pensar con los dedos,
terminales nerviosas de un sistema que ha usurpado la función -y pronto el
lugar- de nuestro cerebro. Nos llena de orgullo adorar una sabiduría digital
que se limita a acumular en almacenes desérticos megagigas de datos que
alimentan, sacian y fecundan el vítreo diseño de millones de métodos diferentes
de organizarlos. Si pierdes la memoria, qué pureza. Ahogados, sumergidos, en
abismos de cifras imparables, que contienen los secretos vacíos de nuestra
dignidad manchada, poner el contador a cero es el único sucedáneo que, implacable,
concede la suicida absolución de todos y cada uno de nuestros olvidos.
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