15/7/18

Poner el contador a cero.


El adanismo tecnológico de nuestros comportamientos sociales y culturales, que reproducen hasta la parodia los gestos más nimios de la naturaleza caída que ya habían sido consignados en cada versículo de la creación del Génesis, siente una adicción morbosa por pulsar cualquier botón de un dispositivo o una aplicación, cuanto más lisos y relucientes, cuanto más parpadeantes, mejor. Ante la pantalla en blanco, bloqueado, siente uno la tentación de reiniciarse. Ante miles de copias de seguridad, protegidas por franqueadas capas antivíricas, uno teme con enfurecida voluptuosidad que el reinicio despliegue una inmensa planicie de signos incomprensibles. Histéricos, debemos pensar con los dedos, terminales nerviosas de un sistema que ha usurpado la función -y pronto el lugar- de nuestro cerebro. Nos llena de orgullo adorar una sabiduría digital que se limita a acumular en almacenes desérticos megagigas de datos que alimentan, sacian y fecundan el vítreo diseño de millones de métodos diferentes de organizarlos. Si pierdes la memoria, qué pureza. Ahogados, sumergidos, en abismos de cifras imparables, que contienen los secretos vacíos de nuestra dignidad manchada, poner el contador a cero es el único sucedáneo que, implacable, concede la suicida absolución de todos y cada uno de nuestros olvidos.

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