23/7/18

El silencio de los cementerios.


Ante el tópico romántico, Bécquer dudaba de que, sin espíritu, fuese todo podredumbre y cieno, aunque le repugnaba, por fuerza, dejar tan tristes, tan solos los muertos. Con alivio, con placer, el filisteo se deshace del pegajoso silencio que se le adhiere ante su visión cenicienta. Reduce el polvo al polvo, crema el alma y tapia el cielo. En su vacío los sollozos son interjecciones medicadas. Bajo la catarata emocional que proclama como la más depurada forma de avance (trans)humano se oculta una paradójica y profunda aversión al cuerpo. A fin de cuentas, el progre es una caricatura pagana de sus más esquemáticas caricaturas judeocristianas. Niega con furia alelada que la naturaleza pueda ser redimida. Sólo cabe modificarla, manipularla, corromperla. Su ciencia toda está al servicio de la revelación apocalíptica -y demoníaca- de su error esencial que debe ser, por la fuerza de la voluntad, corregido. En camino de legalizar todas las perversiones, es imprescindible empezar a edificar una sociedad que ilegalice todo residuo natural. No sólo conviene, sino que es una exigencia ética criminalizar el ciclo de la vida. Los no nacidos y los agonizantes son potencialmente, en acto, los delincuentes que, por generoso interés económico, toca despenar.

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