Ante
el tópico romántico, Bécquer dudaba de que, sin espíritu, fuese todo
podredumbre y cieno, aunque le repugnaba, por fuerza, dejar tan tristes, tan
solos los muertos. Con alivio, con placer, el filisteo se deshace del pegajoso
silencio que se le adhiere ante su visión cenicienta. Reduce el polvo al polvo,
crema el alma y tapia el cielo. En su vacío los sollozos son interjecciones medicadas.
Bajo la catarata emocional que proclama como la más depurada forma de avance (trans)humano se oculta una paradójica y profunda aversión al cuerpo. A fin de
cuentas, el progre es una caricatura pagana de sus más esquemáticas caricaturas
judeocristianas. Niega con furia alelada que la naturaleza pueda ser redimida.
Sólo cabe modificarla, manipularla, corromperla. Su ciencia toda está al servicio
de la revelación apocalíptica -y demoníaca- de su error esencial que debe ser,
por la fuerza de la voluntad, corregido. En camino de legalizar todas las
perversiones, es imprescindible empezar a edificar una sociedad que ilegalice todo
residuo natural. No sólo conviene, sino que es una exigencia ética criminalizar
el ciclo de la vida. Los no nacidos y los agonizantes son potencialmente, en
acto, los delincuentes que, por generoso interés económico, toca despenar.
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