Con tono asertivo
el filisteísmo invita a los adversarios a dialogar como los enemigos se declaran
la guerra con feroz diplomacia. Quien primero invoque, con disimulada
violencia, la necesidad de sentarse a hablar rompe aventajado las hostilidades,
como si abriese una partida de ajedrez con el movimiento del gambito de dama.
Despliega sobre la mesa de operaciones un arsenal de afilados instrumentos de
tortura retórica. Con ludismo implacable, debe agolpar un catálogo de metáforas
contradictorias y repulsivas que logren reducir al interlocutor a la caricatura
más siniestra de sí mismo. Advertirle de que jamás cejará en la búsqueda de un
acuerdo encierra su más despiadada amenaza: sin cuartel y sin tregua, sin
prisioneros, perseguirá arrancarle una rendición extenuada. En el orden liberal,
deslumbrado por el ideal racionalista, la aspiración máxima era acabar en
tablas el mayor número de ocasiones. En el nuevo orden que amanece sus actores pactan
secretamente abandonar las partidas o volcar los tableros a traición. A
contrarreloj, sin condiciones, con hipócrita franqueza, cometen toda suerte de
trapacerías que invaliden el juego, por
defecto de forma. Nada debe acordarse sino la ausencia misma de cualquier
posibilidad de acuerdo. Dialogan como quien perpetra, impune, un crimen. Pro domo sua.
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