3/10/18

No hay que tener miedo al miedo.


Aunque de formulación mediocre y tortuosa, esta expresión torticera acuña una muestra refinada del papanatismo irresponsable que los filisteos más relamidos y canallas paladean con babosa cursilería ante un público histérico. Ejemplifica como pocas la esencial tarea de desfigurar cualquier ejercicio lingüístico que aspire a comprender la realidad. En el plano retórico su misión equivale al dialéctico principio de no no contradicción al que simultáneamente refuerza. A negar lo que se afirma acompaña el fin de complacer defraudando. No persuade; disuade. No conmueve, agita. Con suficiencia apodíctica, transforma la fantasía más delirante en una pesadilla paralizada. Convierte la prudencia en temeridad y en debilidad la fortaleza, de modo que a la temeridad y a la debilidad pueda calificárselas de prudente fortaleza. Mediante la atenuación, que convierte la valentía en una lítote paradójica, la cobardía puede descansar con buena conciencia urdiendo sus ardides más innobles. Con tono sugerente no anima a superar el miedo sino a desactivar la vigilante crítica de la inteligencia. Confunde adrede sensatez con resignación. A río revuelto, ganancia de estafadores. Perdido el miedo al miedo, sus defensores observan aterrados el pánico violento que se apodera de las espantosas hordas que blanden con furia anómica sus anémicas proclamas.

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