En la formación
de un psicoanalista, obsesionada con escenificar situaciones terapéuticas,
suele decirse que tan importante como que observe es que se observe observando.
Pedante, mirón, el filisteísmo entreteje las angustias y las defensas de su
narcisismo paranoico analizando sin cesar su compulsiva tendencia al
(auto)engaño. No disocia la realidad que, mientras niega que exista, construye
a su capricho. Más bien, escinde sus delirios. Ha superado su propia estupidez.
Ha aniquilado su hipocresía. Brilla su maldad en su más prístina inocencia. No
finge lo que es; es la parodia de lo que finge. Plagia, estafa, se fuga como
aumenta la riqueza de su ignorancia. Juzgar como el descaro de una insaciable ambición
patológica las contradicciones más descabelladas e instantáneas pasa por alto
que los súbditos filisteos desconocen el sentimiento de la vergüenza y de la
culpa y que, por ello, no encuentran más reparación que la sublimación,
defensiva o agresiva, de su insignificancia. Ni olvidan ni perdonan porque
deben vengar -sacrificar- el inmemorial victimismo que compense su prepotente
superioridad. Puesto que la verdad es un obstáculo, no hay más noticia o
novedad que la falsedad. Dado que la lealtad es la más pérfida traición, sólo
el traidor avisa lealmente.
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