Dado que la
naturaleza no responde sino a una construcción cultural que la descubre siempre resistente y limitadora, suprímase con la diferencia sexual, mediante su intensificada
diseminación, cualquier resto de orden y de jerarquía que se oponga a la
tiranía de la bárbara bondad. Con la igualdad tiránica, sin objeción posible,
impóngase el fratricida libertinaje. Disuélvase la gramática como la última
fortaleza de la familia. Arrebátense las grafías, pisotéense las concordancias,
exprópiese la significación. Si toda civilización es patriarcal y el
patriarcado es opresivo, sólo la barbarie sistemática será liberadora. Su
justicia se fundamentará en una indiscutible y esplendorosa petición de
principio. La democracia debe basarse en la igualdad rasa e instantánea de su
ciudadanía abstracta. La gramática, en el uso establecido y común de sus
hablantes históricos. Por tanto, no será democrática hasta que no sea sometida
a la vociferante votación de la turba enfurecida. Convertida la anécdota en categoría,
cualquier categoría será anecdótica. Sin Dios ni amo, fúndese entretanto una
sociedad sin padre, antes de que logre erradicarse, finalmente, la maternidad. En
un mundo autoperpetuado será preciso marcar en la frente del ser humano, a
fuego criminal, el estigma de Caín: la violación gramatical, impune, de su
género.
30/12/18
22/12/18
Dos (no) pelean si uno (no) quiere.
A Á. R.
Mientras que la
metafísica sostenía que la potencia sólo alcanzaba su perfección en el acto a
cuya realización tendía con energía indesmayable, la ilógica actual insiste en
que ningún acto tiene otro valor que sus posibilidades jamás realizadas. La paz
o la guerra dependían en otro tiempo de quien aspiraba a la (in)justicia, al margen
de su precaria y casi siempre derrotada dignidad. Con cínica sinceridad,
admitía que, para mantener la una, debía estar preparado para la otra. En vez
de guerreros, hoy a través de las redes sociales campan sin frenos ejércitos de
víctimas, es decir, de potenciales verdugos con pasamontañas. Sólo es
performativo el enunciado que convierta su condición en el garante impositivo
de la arbitrariedad que paralice la reacción de cualquier adversario. Si uno
quiere guerra, el otro, por descontado, no ha preparado la paz. Si aquel no quisiera la paz, éste no se habría visto obligado a preparar la guerra. En
consecuencia, dos pelean porque uno no quiere. Aunque los dos no quieran, el otro está provocando la pelea. La guerrilla es la continuación del politiqueo por sus
propios medios. El miedo -y su extremo, el terror- modula su mediática
violencia. Si vis bellum, para pacem.
14/12/18
Marcar la agenda.
Expresión de
triunfal estupidez, este sintagma de sabor toscamente anglicista llena la boca
de esa espabilada y vividora cohorte de filólogos frustrantes y envanecidos que
componen el negocio, estremecedor no sólo en su denominación, de la consultoría
política. De acuerdo con la técnica habitual de sus conjuros, tanto en el uso
del verbo como en el del sustantivo experimentan con las posibilidades semánticas
de la lengua inglesa y la española. Como aprendices de brujo mezclan y confunden
aleatoriamente en la marmita de su neolengua
algunas de sus diversas acepciones. Fabrican así la poción que franqueará el
paso a la realización de sus abracadabrantes objetivos. Si para un hablante
normal la agenda remite a una lista ordenada de asuntos que deben ser tratados por
una junta o un comité en un determinado período, en labios de un posgraduado en
ocultismo político incluye el sentido oxfordiano de las intenciones subyacentes
de un grupo particular. En consecuencia, debe adaptar la locución “set the
agenda”, que significa influir o determinar un programa de acción, al contexto
recio del liderazgo ibérico en toda su ambigüedad trilera. Quien marca, tanto
prescribe como orienta, señala como realiza, resalta como indica. En suma,
estrictamente esperado, marca el gooooool.
6/12/18
Estamos trabajando en el acuerdo que la ciudadanía nos exige.
Dada la
prodigiosa monstruosidad de su sintaxis, la frase que encabeza, epiléptica,
este párrafo debe considerarse, estrictamente, un microrrelato. Breve, de naturaleza ficcional y de condición
narrativa, contiene en cada uno de sus pleremas la voluntad de un discurso
desviado, de base tropológica y figurativa. Mediante un repelente anglicismo
sintáctico y léxico, que con infatuada modestia da por descontado que el oficio
político consiste en una marrullera técnica de negaciones negociadas, describe el
debate de cualquier asunto público como una carrera en bucle cuya meta, por
herméticamente inexistente, la alienta sin desfallecer. Toda decisión debe
diferirse, por sí misma, inacabablemente. En el acuerdo siempre pendiente,
jamás firme, a ratos transitorio, borbotea la imposibilidad de resolver lo real
sobre la presuposición chamánica del consenso. La oración de relativo es así un
conjuro idolátrico. A una abigarrada deidad, desdibujada y lejana, cabe aplacarla
con ritos y sacrificios engañosos que anestesien momentáneamente su
encaprichada y contradictoria ira. Sus mandatos son los naipes trucados de una
partida cruzada. A contrarreloj,
entre reproches y traiciones, filtrando con cinismo sobornable su despiadada
imbecilidad, el sanedrín que delibera el fascinante y tremendo Bien común se
ocupa, servicial, de mantener a salvo los beneficiosos intereses de su Mentira.
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